No es extraño que nos salve la escritura. A menudo, del acto de salvación salen grandes textos, los que escriben las mujeres que describen su entorno y a sí mismas como un espacio propio donde reconocerse y donde habitar. El espacio somos nosotras, mujeres que nos contamos, que nos narramos para conocernos y para que después nos conozcan los otros, los que están fuera de nuestro espacio interior que solo nuestros cuerpos alberga y delimita.
Hace unos años mi madre escribió su vida en un cuaderno que además llenó de dibujos y que nos sorprendió a todos. Ella fue la que me alentó a mí, la que me regalaba cuadernos, diarios, lápices y plumas. La que me obligó a escribir, a no dejar de anotar por todas partes, desde breves reflexiones hasta cuentos o poemas, frases inconexas. A llenar de vida hojas blancas, a fomentar el deseo de contarme y quizá comprenderme, como hizo ella en un momento de su vida importante, ese en el que es necesario mirar atrás y contar con perspectiva para que los demás sepan y no olviden.
A nosotros, los hijos, nos ayudó, sin duda, a comprenderla y a saber más de algunos episodios que se presentaban oscuros o difusos o que cada uno recordaba de un modo distinto. A ella le ayudó el acto, la rememoración, el desahogo, el recuerdo de hechos muy lejanos, pasados, quién sabe si veraces al transformarlos en escritura.
La literatura de mujeres es quizá esto, en parte. El desahogo de las vidas, la necesidad de contar para encontrar un lugar en el mundo, en un mundo de hombres en el que hay que encajar. Quizá por ello hay menos ficción y más narración de una misma en la literatura escrita por mujeres, en la cantidad de textos que surgen continuamente en los que es necesario explicarse aunque las experiencias de unas y de otras se parezcan tanto que asusta y sean en realidad ficciones desde el momento en el que se escriben.
Los textos escritos por mujeres son los creados a partir del impulso de narrar algo que pertenece únicamente a cómo se desenvuelve nuestro género en el mundo y entre los hombres que nos rodean. La escritura nos suele explicar. A nosotras y a las demás. Y normalmente leemos y nos identificamos con lo que esas otras mujeres han escrito muchas generaciones antes y es un consuelo cuando hay momentos de desdicha y cuando crees que las cosas solo te pasan a ti. Esta literatura de mujeres no es, pues, solo la que escriben las mujeres, ya que a través de ella se narra también el género masculino, se sabe más del mundo y no se excluye, solo se delimita.
Como marcamos los límites de un espacio, escribimos dentro de uno. El interior es rico, grande, podría ser inmenso, pero casi siempre acotamos para no perdernos, para no ir hacia líneas que nos alejen del objetivo. Yo me suelo alejar cuando escribo y he de ponerme unas marcas de corte invisibles para no pasarme y salir de lo acordado internamente. Pero ahora, a menudo, cuando leo literatura escrita por mujeres, encuentro más afinidades. El reconocimiento de género, en mi caso, ha llegado un poco tarde, soy de una generación en la que no se ha hablado de determinadas cosas como propias de un género sino más como parte de una lucha social que nos abarcaba a todos por igual, sin importar el género. Otra de las grandes mentiras, claro.
El reconocimiento de género ha llegado a mis lecturas y permanece y consuela. Me reflejo en textos de todo tipo: biografías, relatos, ensayos, quejidos, lamentos en verso y en prosa, proyectos de risas y alegría. De todas las mujeres que escriben parte la literatura de mujeres sin componentes peyorativos. Ya muchos hombres leen a las mujeres para entenderlas, para saber más de sus madres, de sus amantes, de sus hermanas. Y no hemos de esperar a cumplir cien años para contar. Nos contamos desde el presente, mirando atrás pero también hacia adelante, con fuerza y entereza, con la seguridad de que hay mucho aún por andar y por lo que luchar. Y por lo que escribir.