La mirada de
Vivian Maier trasciende el momento de observación para llegar hasta los previos
del fotografiado, e incluso a su futuro. Toda la
historia del que retrata se condensa en la mirada de la fotógrafa norteamericana
que era institutriz y tuvo la necesidad de explicarse a través de las imágenes cazadas
en sus momentos de ocio. Debieron de ser los paseos del despertar, del sacar a
la luz a los niños que solo cuidaba. Como
el que trabaja con libros y al terminar la jornada sigue leyendo —esta vez lo realmente
deseado—, Maier salía y observaba desde la distancia los juegos de los pequeños
a los que pilla sonriendo, llorando, solos, pobres, ricos, de las manos de sus
madres, de todas las maneras posibles de vivir y estar un niño. Sus caras, sus
piernas, sus ojos con mil matices y el Nueva York de los cincuenta y sesenta de
fondo. Hay otras ciudades: Chicago, Florida, San Francisco. Y décadas después,
Maier seguía fotografiando.
Cuando no
estás en el mundo o no quieres estar aunque no te quede más remedio que
convivir a diario con otros de tu especie, en un acto de voluntad puede uno
dejar de mirar. Cuando miras y representas lo que te rodea, cuando observas
para dejar testimonio de tu mirada, eres el animal más social, el que irrumpe
en las vidas de los otros para compartir la tuya propia.
Vivian Maier
no era una mujer muy apegada a los que la rodeaban y más bien solitaria.
Sin embargo, se hacía social al fotografiar al desconocido, al conocer a gente
de paso. Similar a esa sensación estupenda que produce el viajar solo,
cuando sabes que puedes hablar con cualquiera que después se esfumará. Se
cruzará en tu camino unos minutos, unas horas, pero no tiene que permanecer en tu vida para siempre, quizá sí en tu memoria. Creo que esto la tranquilizaba en su soledad buscada.
Una mujer de
mirada inteligente que apenas sonreía —veo su sonrisa solamente en uno de los
autorretratos— y que se dedicaba, al terminar su trabajo de institutriz, a
fotografiar lo que veía, los niños a los que podría haber cuidado. Hay algo
inquietante en esto que se esfuma cuando vemos las fotografías y apreciamos la
sensibilidad al captar un instante, y la luminosidad y la belleza de ánimo, la
calidez que desprenden las imágenes. No hay lugar para la sordidez. A pesar de
ser realista y captar momentos crudos, impera la belleza y una vitalidad
asombrosa que hace que quieras estar en ese mismo instante fotografiado,
participar con ella en la celebración del detalle de un rostro, en la placidez
de un instante.
Pero no hay
solo niños en las fotos de Maier. También aparecen mujeres que la desafían con
miradas rudas, insolentes. Ancianos cargados de arrugas y vida en el rostro, un
hombre dormido en su quiosco de prensa, negros, blancos, obesos, desnutridos.
Tullidos, vagabundos. Escenas en las que un hombre es arrastrado por la policía.
Hay dolor, alegría, luminosidad y tristeza en esas fotos, como si Maier hubiera
decidido registrar las emociones de la vida de cualquiera, hacer un compendio de
las fases de la existencia. Es capaz de entender antes de fotografiar, sabe
captar lo humano.
Misteriosa,
paradójica, atrevida y reservada, estos son algunos de los adjetivos con los
que la definen los que la conocieron. «Reservada», el más repetido. Y casi ninguno
sabía que hacía esas maravillosas fotografías. En esos autorretratos la vemos
con la cámara, grande, indiscreta, una Rolleiflex colgada del cuello. Debía de llamar
la atención. Y sin embargo lo hizo de tal modo que nadie supo, solo ella y su
mirada. Y es que la Rolleiflex puede ocultarse, no hay que acercársela a la
cara para fotografiar. Sus casi dos metros de estatura, abrigos anticuados de
los años 30, enormes como ella, sus sombreros de fieltro y unas botas masculinas con
las que iba a todas partes tenían que sorprender, en cualquier caso. Gigante,
seria y sin dejar de mirar.
Un día un
joven, John Maloof, compra en una subasta de Chicago una caja de negativos con imágenes
excepcionales cuando las observa a la luz —de nuevo, la mirada— y decide
investigar sobre esa Vivian Maier, a la que busca en Google sin resultado
alguno. A partir de ahí, comienza el rastreo que termina en lo que ahora
conocemos. La vida solitaria de una institutriz con algo de síndrome de Diógenes.
Ese acumular miradas, instantes de las vidas de las personas desconocidas que
la rodeaban era algo parecido a sus colecciones de broches, entradas a
conciertos, billetes de tren o de autobús, periódicos, pero no fotografías. Reveló muy pocas y muy mal impresas. Guardó
los negativos. Su visión se quedó en la Rolleiflex desde la que observaba la realidad,
no vio el resultado de su mirada. Y ciertamente, parte del encanto está en esto, en que sus fotos se descubrieran tras su fallecimiento, metidas en una caja, sin revelar. Cientos de fotos asombrosas del mundo en el que le tocó vivir y en el que se integró a través del acto de fotografiar en vez de participar en sus escenas.
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