lunes, 24 de abril de 2017

'Tea Rooms', de Luisa Carnés

Una mujer recoge los pasteles de crema pasados que aún están en el mostrador y los esconde en un cajón, otra se guarda una peseta en el zapato, pero más tarde, encerrada en el lavabo diminuto donde apenas se puede respirar por el calor del verano madrileño, la anudará a un pañuelo que atará a su sujetador. Los obreros hacen la huelga, en las fábricas se trabaja más de dieciséis horas diarias y las mujeres pobres deforman sus huesos lavando la ropa de los más ricos durante toda la vida. Solo hay dos salidas para las mujeres, casarse o perderse en las manos de algún hombre que las abandonará cuando se queden embarazadas. La sífilis y los abortos ilegales arruinarán o acabarán con la vida de las más osadas que quieran vivir por su cuenta.

Es verano. De la calle llegan los ruidos de los huelguistas y del trajín de la Puerta del Sol. Dentro del salón de té hay una extraña paz y señores y señoras adineradas disfrutando de bollos y emparedados –sandwichs–. Solo de vez en cuando, el ruido de la calle, la realidad, invade el local y deja entrar el calor de un verano tórrido como solo los que viven en Madrid pueden comprender.

Luisa Carnés escribió sobre la mujer obrera en Tea Rooms, su novela más elogiada, escrita en 1934. Desde que nacen, las mujeres están sometidas al padre, al marido, al jefe abusador y obsceno, explotador, al novio osado que se adentra en su sexualidad para abandonarlas cuando las cosas se complican. De esto y de la necesidad de cultura e igualdad en la España de los años treinta habla Luisa Carnés, sin imaginar lo que se les echaría encima a las mujeres y a todos los españoles solo un par de años después de haber escrito esta novela.

Minuciosa y detallista en la descripción de gestos (una mano abrillantándose las uñas en el vestido, otra deslizando furtivamente la peseta tras un mostrador) y actitudes, casi pictórica a veces, nos cuenta la vida de las personas que llegan al local de Sol, donde los bombones y los pasteles se mezclan con la rancia clase del local. Inevitable el recuerdo de La noria, de Luis Romero, una novela triste, desalentadora, en la que se narra un día común en la vida de los barceloneses de los años cincuenta, sus idas y venidas, sus trasiegos en un país anclado en el pasado, social y culturalmente, por culpa de una dictadura.

En la novela de Luisa Carnés se avecina la desgracia, la pérdida de todo derecho y elección. Las figuras masculinas son difusas y no se describen ni con la mitad de ganas y cúmulo de detalles que las femeninas porque a Luisa Carnés le interesaba contar el drama cotidiano de las mujeres, acosadas en el transporte público, con un salario mucho peor que el de los hombres, con ninguna posibilidad de ser libres excepto a través de la prostitución. Pero también nos habla de los avances que se están produciendo, de la importancia de la cultura, que se irá colando poco a poco en una sociedad aún a años luz de otros países desarrollados, pero que permitirá que las mujeres puedan estudiar y acceder a trabajos que las hagan libres. Rusia como el ejemplo de libertad e igualdad en el que nadie muere de hambre y todo el mundo recibe una educación.

La historia de Luisa Carnés dibuja un Madrid cerrado y opresivo –tanto como los personajes masculinos que ejercen el poder en la novela– y nos lleva a las miserables vidas de un grupo de mujeres dependientas del salón de té. Los gestos, las miradas, los físicos de la opulencia y de la pobreza, el sonido de las voces y las risas, de las tazas. Las descripciones son bellísimas y asistimos a ese espacio de dulces y burguesía con el mismo espíritu de las obreras que allí trabajan, agotadas como el mundo que las rodea, vapuleadas por las tareas más ingratas y las vidas más pobres.

Una descripción de un caluroso Madrid de los años treinta, tan parecido a aquel de 1936 que tan bien describió Muñoz Molina en La noche de los tiempos, en el que se atisbaba el cambio que pronto se vio interrumpido por manos mayores, también masculinas, que pusieron a la mujer en el sitio más oculto de la sala, al fondo, donde solo se pudiera uno acercar para abusar o mirar.

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