Una mujer recoge
los pasteles de crema pasados que aún están en el mostrador y los esconde en un
cajón, otra se guarda una peseta en el zapato, pero más tarde, encerrada en el
lavabo diminuto donde apenas se puede respirar por el calor del verano
madrileño, la anudará a un pañuelo que atará a su sujetador. Los obreros hacen
la huelga, en las fábricas se trabaja más de dieciséis horas diarias y las
mujeres pobres deforman sus huesos lavando la ropa de los más ricos durante
toda la vida. Solo hay dos salidas para las mujeres, casarse o perderse en las
manos de algún hombre que las abandonará cuando se queden embarazadas. La
sífilis y los abortos ilegales arruinarán o acabarán con la vida de las más
osadas que quieran vivir por su cuenta.
Es verano. De la
calle llegan los ruidos de los huelguistas y del trajín de la Puerta del Sol.
Dentro del salón de té hay una extraña paz y señores y señoras adineradas
disfrutando de bollos y emparedados –sandwichs–.
Solo de vez en cuando, el ruido de la calle, la realidad, invade el local y
deja entrar el calor de un verano tórrido como solo los que viven en Madrid
pueden comprender.
Luisa Carnés escribió
sobre la mujer obrera en Tea Rooms,
su novela más elogiada, escrita en 1934. Desde que nacen, las mujeres están
sometidas al padre, al marido, al jefe abusador y obsceno, explotador, al novio
osado que se adentra en su sexualidad para abandonarlas cuando las cosas se
complican. De esto y de la necesidad de cultura e igualdad en la España de los
años treinta habla Luisa Carnés, sin imaginar lo que se les echaría encima a las
mujeres y a todos los españoles solo un par de años después de haber escrito
esta novela.
Minuciosa y
detallista en la descripción de gestos (una mano abrillantándose las uñas en el
vestido, otra deslizando furtivamente la peseta tras un mostrador) y actitudes,
casi pictórica a veces, nos cuenta la vida de las personas que llegan al local
de Sol, donde los bombones y los pasteles se mezclan con la rancia clase del
local. Inevitable el recuerdo de La noria,
de Luis Romero, una novela triste, desalentadora, en la que se narra un día
común en la vida de los barceloneses de los años cincuenta, sus idas y venidas,
sus trasiegos en un país anclado en el pasado, social y culturalmente, por
culpa de una dictadura.
En la novela de
Luisa Carnés se avecina la desgracia, la pérdida de todo derecho y elección. Las
figuras masculinas son difusas y no se describen ni con la mitad de ganas y
cúmulo de detalles que las femeninas porque a Luisa Carnés le interesaba contar
el drama cotidiano de las mujeres, acosadas en el transporte público, con un
salario mucho peor que el de los hombres, con ninguna posibilidad de ser libres
excepto a través de la prostitución. Pero también nos habla de los avances que
se están produciendo, de la importancia de la cultura, que se irá colando poco
a poco en una sociedad aún a años luz de otros países desarrollados, pero que
permitirá que las mujeres puedan estudiar y acceder a trabajos que las hagan
libres. Rusia como el ejemplo de libertad e igualdad en el que nadie muere de
hambre y todo el mundo recibe una educación.
La historia de
Luisa Carnés dibuja un Madrid cerrado y opresivo –tanto como los personajes
masculinos que ejercen el poder en la novela– y nos lleva a las miserables
vidas de un grupo de mujeres dependientas del salón de té. Los gestos, las
miradas, los físicos de la opulencia y de la pobreza, el sonido de las voces y
las risas, de las tazas. Las descripciones son bellísimas y asistimos a ese espacio
de dulces y burguesía con el mismo espíritu de las obreras que allí trabajan,
agotadas como el mundo que las rodea, vapuleadas por las tareas más ingratas y
las vidas más pobres.
Una descripción
de un caluroso Madrid de los años treinta, tan parecido a aquel de 1936 que tan
bien describió Muñoz Molina en La noche
de los tiempos, en el que se atisbaba el cambio que pronto se vio
interrumpido por manos mayores, también masculinas, que pusieron a la mujer en
el sitio más oculto de la sala, al fondo, donde solo se pudiera uno acercar
para abusar o mirar.
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