Las señales
Yo
marcaba las páginas. Hacía una señal porque nunca me gustaron los marcadores,
me parecían aparatosos, y el hecho de doblar las páginas hacía que las señales,
pasado el tiempo, hicieran estar vivo el libro. Un libro sin marcas es como un
libro no leído ni escrito, como si nadie lo hubiera abierto nunca, como si
nunca hubiera sido.
En los libros yo lloraba a veces, sí, leía y
lloraba, y dejaba que las lágrimas cayeran en el papel porque me parecía
precioso ver cómo se humedecía. Pero los tiempos han cambiado y resulta que en
mi aparatito nuevo, que tanto se parece al libro, lloro pero solo he de secarlo
con un pañuelo para que no quede ni rastro.
Son mis libros sin señales, a los
que me voy acostumbrando. La última redada se llevó a los que me quedaban de
papel. Los guardianes me dejaron solo unos cuantos moratones en la espalda para
que escarmentara. Me advirtieron: “No queremos volver a verte con un libro de
verdad en la casa”.
Y sigo leyendo sin saber al acabar si lo que
leí existió, si existió ese momento de lectura, porque no puedo dejar marcas de
esquinas dobladas y agua salada, y si me llevo el artilugio a la playa y se
llena de arenas puede estropearse, cuando antes me encantaba abrir un libro
pasado el verano y ver caer en la alfombra la arenilla de los días estivales.
Entonces me entra nostalgia y me miro las señales de los golpes en la espalda,
y veo que son reales y me siento más tranquila, porque en verdad yo sí existo.
Elsa Veiga
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