Érase una vez que los finales de los libros desaparecieron, y
con ellos esos momentos especiales en los que se acababan las vidas de
personajes y seres inventados que te habían acompañado a diario durante el
tiempo que duró la lectura.
Eran gozosos los finales de los libros que aburrían,
especialmente para aquellas personas incapaces de abandonar una lectura aunque
no les esté gustando. Si el libro había conseguido engancharte, sin embargo, no
deseabas que acabara nunca. Qué mayor tristeza y vacío que el del momento de
terminar la lectura que ha estado con nosotros días, semanas o meses. La arruga
que luce en la portada del libro por leerlo en la playa y quedarte dormido
sobre él permanecerá para siempre como recuerdo. La mancha de café en la página
dieciséis no será borrada. Y aunque pronto olvidaremos el final, sea el que
sea, porque lo más importante fue todo lo anterior –el proceso, la lectura, las
noches en vela, el momento en el que descubriste que él si la amaba y que la
aventura que había tenido no significaba nada para él, que ella era en realidad
la única y siempre lo había sido aunque por desgracia ella no lo supiera y tú
quisieras avisarla, advertirle de que debía darle otra oportunidad, pero te
dieras cuenta de que ellos eran solo personajes dentro de un libro con los que
no podías comunicarte–, es necesario que
exista para sentir que ha sido productivo el tiempo invertido, para dar por
finalizada la tarea de tantas horas.
En aquellos tiempos sin finales, las historias se
comenzaban, entusiasmaban, y en cuanto estabas a punto de saber qué pasaba y
cómo iba a terminar aquello, las últimas páginas se habían evaporado. Esto provocó las llamadas lecturas de los comienzos sin fin, que no era que se comenzara a leer
todo el rato sin parar, sino que los libros se interrumpían demasiado pronto. En
cuanto la cosa se ponía interesante, el lector se quedaba con cara de tonto
ante las páginas vacías. Cogía entonces con cierta furia y arrebato otro
comienzo y lo leía hasta quedarse, de nuevo, en un punto muerto de la historia
y ante un final inesperado.
A pesar de todo, los buenos libros seguían siéndolo y no
necesitaban grandes finales para sustentarse, así que, en algunos casos, donde
las páginas desaparecían resultaba ser un buen momento para que la historia
acabara. Algo abruptamente, quizá, pero por ello mismo atractivo. La literatura
comenzó a disfrutarse como la vida, a la que, dicen, tanto se asemeja, y como aquella,
no se sabía cuál iba ser el final de cada historia, sus derroteros, las últimas
palabras. La vida termina de repente casi siempre, a veces en el mejor momento.
Es difícil acostumbrarse a las muertes inesperadas, como al fin de un instante
placentero.
Conocí a alguien que lloraba cuando terminaba de leer un
libro, daba igual el tema, el autor, la época. Lloraba. También supe de un
hombre que no temía a la muerte y que antes de terminar un libro lo abandonaba
porque no quería asistir al fin. Murió sin darse cuenta –dicen–, de la manera
más inesperada.
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