lunes, 1 de julio de 2013

Leer lo que haya

Repasando lecturas veraniegas me recuerdo adolescente, fascinada por los libritos de la editorial Molino, que se haría popular gracias a la pubicación de la obra de Agatha Cristie, una autora terapéutica como curación para el lector vago, aún joven, al que se quiera transmitir el placer de leer.

El asesinato de Rogelio Ackroyd, Diez negritos o Tres ratones ciegos son de las lecturas más agradables de mis comienzos, entre el calor tórrido de la siesta, con el olor del cloro aún en la piel del último baño en la piscina y el rumor de los moscones en el jardín y entre los rosales, mientras los adultos dormían la siesta en esa casa adorada del final de mi infancia y el comienzo de mi adolescencia. Ese lugar donde empecé a ser la que soy. Fue ahí donde aprendí a leer lo que hubiera.

Mi madre trasladaba los libros menos amados, o de otras épocas, por ejemplo aquellos comprados cuando era socia del Círculo de Lectores y que yo creo que le avergonzaban un poco, o algunos de la biblioteca de mi abuelo, de la casa de Madrid a la de la sierra. No faltaban los libros de mis hermanos mayores, sus lecturas infantiles de tapas duras y gastadas con cierto olor a humedad que ahora yo volvía a leer una vez y otra. Los especiales de Mickey Mouse, los tebeos de Sal y Pimienta, que me compraba mamá en la Feria del Libro Antiguo o en la Cuesta de Moyano, la pequeña Lulú, algunos cuentos ilustrados de Enid Blyton, por supuesto algún que otro tomo de Los cinco y, por encima de todo, los volúmenes, leídos y releídos de Los tres investigadores, que juntó a Agatha Cristie eran de mis lecturas favoritas del fin de semana, de las vacaciones, del verano.

Podía pasarme horas tirada en la cama, en el jardín, en una hamaca o en la hierba, noches en vela con la luz encendida, los mosquitos rondándome y un calor aplastante, la piel aún caliente del sol de aquel día y algún arañazo que no había dejado de escocer, perfecto en algún lugar de la pierna, como si siempre hubiera estado ahí conmigo, como si formara parte de ella desde el nacimiento.

Es curioso que esos momentos de abandono absoluto de las preocupaciones y de inmersión en la ficción hayan desaparecido. Solo a veces, en algunas vacaciones de los últimos años, he vuelto a sentirme tan abierta a lo que hubiera, al primer libro que pillaba en la estantería de una casa en la que estaba de visita y que guardaba también esos libros no queridos que se trasladan a la segunda vivienda por no tirarlos; a los de un hotel rural con sala de lectura; al que lleva tu acompañante en un viaje demasiado aburrido para no tirar de un momento de lectura salvador.

Y es que el propio abandono está en el mismo acto de estar dispuesto a leer lo que haya, ya en sí un acto de entrega sin miramientos, de abandono de la preocupación de la elección, de "esto no me va a caber en la maleta", o "¿me apetecerá cuento o novela?". Lo que hay es lo que otro en algún momento eligió o por lo que optó, y el hecho de únicamente ser receptores de tal legado sin necesidad de opinar o de tener que comentar, es en sí mismo perfecto, como la sensación de ser niño y que te lleven, sin que puedas oponerte, de aquí para allá, sin que tengas que elegir qué ropa vestir, sin que puedas decir "mejor me quedo en casa".

Leer de lo que haya es gozoso y puede llevar a descubrirte mundos que estarán para siempre en tu memoria no solo por lo que leías -casi lo de menos- sino por cómo lo hacías y el recuerdo de quien eras.




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