jueves, 14 de enero de 2016

Escribir para olvidar y sobrevivir: el buen hijo de Pascal Bruckner

Si leer Un buen hijo es una experiencia que derrumba hasta el alma del lector más fuerte, incluso al acostumbrado a emociones intensas, suponemos que escribirlo tuvo que ser un acto liberador para Pascal Bruckner. La contradicción de sentimientos y emociones, el odio al padre pero su dependencia durante toda la vida marcaron a Bruckner hasta el punto de llevarle a escribir este testimonio, lleno de referencias culturales y literarias, que agradecemos como lectores y nos incitan a la lectura, aunque lo realmente importante del libro sea la catarsis: hablar del padre para vencerlo, enterrarlo y olvidar.

Bruckner, famoso por el ensayo El nuevo desorden amoroso (1977), la oscura novela Lunas de hiel (1981) —llevada al cine por Roman Polanski en 1992— y la novela por la que es reconocido con un Premio Renadout, Los ladrones de la belleza (1997), es un escritor formado en la cultura francesa al que su padre intentó inculcar fallidamente su pasión por lo germánico. Pascal Bruckner llegó a ser tomado por judío quizá por su interés en determinados intelectuales, por sus lecturas y, sobre todo, por compañías como las de los «nouveaux philosophes», algo que no le molestó en absoluto, pero que al padre antisemita y pronazi le parecía una infamia.

Las memorias de Pascal Bruckner nos muestran a un padre espantoso que aprovecha su mejor momento, el de la juventud, cargado de fuerza y energía, para ensañarse con su mujer y su hijo Pascal, a los que acaba sumergiendo en una espiral de violencia física y psicológica de la que da la impresión de que el escritor no se recuperó nunca. El humor, a pesar de la crudeza de lo narrado, no deja de aparecer en la obra para equilibrar lo dramático de la historia y ahuyentar el victimismo en el que podría haber caído el escritor. Se cuela principalmente en las apreciaciones del hijo sobre la violencia del padre —quizá como distanciamiento para normalizar y evitar el dolor que tuvo que suponer enfrentarse a contar una historia personal así, con ese grado de espanto—y también en los títulos de algunos de los capítulos del libro. El «Prólogo» se subtitula «Oración de la noche», y se trata de uno de los comienzos de obra más estremecedores que hayamos leído: 


Es la hora de acostarse. Arrodillado al pie de la cama, con la cabeza inclinada, las manos juntas, murmuro mi oración en voz baja. Tengo diez años. Después de un breve repaso a las faltas del día, elevo una petición a Dios Nuestro Creador Todopoderoso. Él sabe que nunca falto a misa, que siempre comulgo, que Lo amo por encima de todo. Le pido simplemente, Le suplico, que provoque la muerte de mi padre, si es posible en accidente de coche. Un freno que falla en una cuesta, una placa de hielo, un árbol, lo que Le parezca mejor.
«Dios mío, os dejo la elección del accidente, pero haced que mi padre se mate.»

Podríamos pensar que se trata de una broma, un comienzo impactante que oculta solo el recuerdo de un deseo infantil obsesivo, incomprensible si no se es un niño fastidiado por algo, quizá por algún dulce que no recibió, por un azote en público, o solo por una breve disputa o desacuerdo con el padre. Pero el horror llega enseguida, en las siguientes páginas, y nos estremece cierto sentimiento de culpa que aflora a pesar de la denuncia del maltrato que su padre les infligía a él y a su madre, a la que humillaba verbal y físicamente casi a diario. Pero entonces entramos en el mundo luminoso, en los días en los que la bestia no es así y que a Pascal le hacen sentir esa dualidad de sentimientos:

De aquella infancia en la que lo abominable y lo prodigioso se daban la mano, durante mucho tiempo solo me quedó el lado bueno. Para sobrevivir hay que olvidar, apartar los recuerdos que impiden progresar. Pronto me construí un santuario inviolable, una especie de ciudadela psíquica para escapar de los gritos y las violencias de los adultos.

«Caricias conyugales», el título del segundo capítulo, incluye la descripción de una de las terribles peleas de sus padres —"rituales", los define— en la que tiene que llegar a intervenir para que su madre no muera. Ese constante temor a que a su madre le suceda algo termina cuando ella muere, y empieza entonces el auténtico declive del padre, del monstruo nazi que cambia y llega a votar a la izquierda en unas elecciones. Se hace menos agresivo... aparentemente. Es solo un cambio puntual. Pronto algo lo vuelve loco y regresan la agresividad y la violencia. El hijo no quiere herirlo, pero no puede evitar el grito y el insulto hacia el progenitor. Al fin y al cabo es entre lo que se ha criado. El deseo de que el padre muera se ha ido suavizando a lo largo de los años, aunque hay momentos en los que desearía para él una muerte instantánea o la autoinfligida. Llega a animar al padre al suicidio, poniéndole el ejemplo de Stefan Zweig. «Se quedó horrorizado. Pero si hubiese aceptado, el horrorizado habría sido yo.» El capítulo en el que narra esta escena se titula «Deberías hacer un Stefan Zweig». De nuevo ese humor en Bruckner y, a través de él, el distanciamiento necesario para poder seguir escribiendo sin caer en el drama.

La maldad del padre lo persigue hasta el final de su vida. Una maldad sin límites que, al llegar la vejez, se muestra en el maltrato psicológico a través de la palabra, en frases como esta, dirigida a su hijo Pascal: «Ya puedes odiarme, no me importa, mi venganza es que te pareces a mí». Y sí, Bruckner tuvo que asumir ese parecido y la herencia genética, pero se hizo otro, justo lo que el padre nunca hubiera querido ser, y de este modo contrarrestó la maldad. Después, llegó este texto, testimonio de por qué no pudo amar al padre de la manera en que hubiera querido hacerlo. 

Obra de expiación, de justificación, la historia de uno mismo, del que no puede ser sin sus padres, como si los ancestros, aun desde la tumba, lo vigilaran todo. Historia también de la cultura francesa y europea del siglo XX, aunque Un buen hijo es, sobre todo, la narración de una vida incompleta emocionalmente debido a la educación violenta de un padre al borde de la locura producto, quizá, del periodo tras la II Guerra Mundial.

El magnífico estilo, entre sutil y explícito, de Bruckner, hace que terminemos la lectura sobrecogidos aún por los golpes, pero con la certeza de que no había otro modo de que sucediese. Tenía que contarlo. La cita de Ingmar Bergman al comienzo de la obra no puede ser más adecuada: «Las fuerzas creativas acuden cuando el alma está amenazada».

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