miércoles, 24 de febrero de 2016

'Las efímeras' o el cuento en el bosque

Los cuentos de hadas que leíamos cuando éramos niños provocaban la necesidad de tener que dejar pasar un tiempo hasta que nos atrevíamos a volver a pensar en la lectura y en la posibilidad de una segunda visita al texto. La relectura, tan necesaria en la infancia y ya más complicada en la edad adulta, es en algunas novelas una vuelta de página, una lectura de la frase o el párrafo que nos llamó la atención, y que en el caso de la novela Las efímeras requiere de constantes idas y venidas a lo largo del tiempo que dura la lectura.

Me había dicho a mí misma, más por costumbre que por obligación, que en cuanto acabara de leer la novela empezaría a escribir sobre ella, pero han tenido que pasar semanas para que me atreviera a abordar impresiones porque implicaba mirarme atentamente por dentro, escarbar y sacar un algo triste, desangelado, que se queda tras la lectura. Al terminar, da la sensación de que nos han abandonado y de que una parte de nosotros permanecerá ya para siempre en otro lado. Quizá en el bosque.

Los personajes de Las efímeras tienen que encontrar su lugar en una comunidad rural en la que la naturaleza los sostiene, pero los somete como el peor tirano. La atmósfera llega a ser irrespirable, asfixiante como un encierro a cielo abierto. La cita de Hawthorne, hacia el final del libro, revela un deseo plural que ninguno de los seres que habitan la comunidad puede cumplir, el de encontrar su espacio:

«Quiero mi sitio, mi propio sitio,
mi verdadero sitio en el mundo,
mi verdadero ámbito,
aquello con lo que la Naturaleza pretende que cumpla...
y que he estado buscando en vano durante toda mi vida».

La Ruche, como una fantápolis rural, futurista, engañosamente real  —también dentro de la ficción— se desvela a través del misterio y de la dureza que posee y que la dota de malignidad y una fuerza desmesurada frente a la que los habitantes no pueden más que bajar la cabeza y seguir sus destinos, los que esa tirana marque.

Dora y Violeta son dos seres vegetales y húmedos que viven en el bosque y que al comienzo de la novela, en ese génesis en el que nombran los árboles y los objetos, son seres primigenios cargados de simbolismo. Anita es la diosa, la creadora, que junto a Tom lo observa todo. Este, el hombre, bufón y espía poco avezado, se comporta con torpeza a pesar de su formación y sus palabras, en ocasiones acertadas y sabias. Anita maneja y reprende, pero en el momento en que empieza la novela, ya hace tiempo que decidió dejar sueltos a los «hijos» y no implicarse demasiado en sus discusiones y desacuerdos. 

Los seres «verdes» con olor a madera y musgo que parecieron Dora y Violeta en las primeras páginas se van animalizando y convirtiendo en bestias. Pero todo es naturaleza al fin y al cabo. Dora pudo estar siempre dormida. Un enorme árbol fuerte que un día despertó y cobró vida para moverse. Poderosa, sus pasos por el bosque son los de un gigante que persigue criaturas, el ogro con las botas de las siete leguas.

El libro es mágico en este aspecto, un horrendo cuento de hadas, espeluznante, una pesadilla infantil en el mundo adulto, soñada por adultos, tan bien narrada que es capaz de hacernos creer que realmente un árbol cobró vida y es Dora. Y el mundo vegetal, sus olores y su fuerza, la de la Naturaleza opresora, nos invade para poseernos hasta el final del libro. Ningún lector puede resistirse a algo así, pero al mismo tiempo ninguno puede dejar de sentir que algo se encoge cuando lee y lee sin remedio.

Exhaustos, terminamos el libro, y durante días seguirá persiguiéndonos el mundo creado por Pilar Adón en Las efímeras, esos bichitos pequeños que nos sobrevivirán cuando hayamos muerto, como los personajes de la novela después de la lectura, que nos seguirán mientras vivamos. El bosque no duerme ni descansa, y la vida que tiene dentro, tampoco. Belleza y pesadilla. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario