lunes, 2 de mayo de 2016

Nostalgia de Cărtărescu

Haces a un escritor en tu interior, lo fabricas y lo moldeas como te gustaría que fuese, y en la mejor de tus fantasías imaginas que cuando lo oigas hablar será mágico, pero desgraciadamente casi nunca sucede. El pasado jueves, sin embargo, lectores y amantes de la obra de Mircea Cărtărescu acudimos a escucharlo en su visita a Madrid. Y ocurre que Cărtărescu es un excelente comunicador, un cuentista que narra oralmente como escribe, un hipnotizador verbal en una lengua que suena a hechizo y magia. Se mete dentro de ti y sabe encontrar lo que te va a doler porque escribe sobre el dolor universal. Cuando acaba, te has quedado roto y exhausto esperando más, con nostalgia por lo perdido.

Antes de que empiece a hablar ves solo a un hombre normal, sin nada físicamente llamativo que te anuncie lo que va a ocurrir cuando arranque a contar. Tono de voz pausado, muy expresivo. Enreda enseguida. Dice una frase. Para. La traductora habla. Él espera, paciente. Continúa. Y así se va creando una danza verbal con ritmo que no cesa y que nos tiene a los que le escuchamos inclinados hacia adelante, atraídos por la voz y la presencia del hombre que se ha transformado ante nuestros ojos. La mirada es más brillante ahora que habla y en ella hay recuerdos que se asoman. La voz anestésica ha conseguido apaciguarnos para que él pudiera tirar bien, sin temor, de lo que tenía que sacarnos de dentro, lo más recóndito que no sabíamos que estaba o habíamos  olvidado. Cărtărescu es mi particular magdalena proustiana que abre compuertas.

El amor por las ruinas, por lo defectuoso, le atrae porque es un escritor que escribe precisamente desde la ruina, desde el acabamiento, y siempre tiene que reconstruir para seguir avanzando, nos cuenta en la presentación en Madrid de El ojo castaño de nuestro amor, su último volumen de relatos publicado por la editorial Impedimenta. «El pueblo rumano está destinado a construir desde cero, es su destino», añade. Como escribe en el relato del libro, titulado «Ada-Kaleh, Ada-Kaleh...»«¡Qué extraño destino me tocó en suerte! He madurado entre ruinas, he estudiado entre ruinas, he amado entre ruinas. A veces pienso que ser rumano significa ser pastor de las ruinas, arquitecto de las ruinas, amante de las ruinas.» Y claro, la poesía está también ahí, incluso en donde parecería imposible: «en el cadaver putrefacto descrito por Baudelaire, en la ruina y la destrucción. Ser poeta, en Rumanía y en otras partes, significa ser capaz de ver la belleza allí donde nadie más la ve». 

Bucarest es su isla grande, ya él después irá construyendo las propias en su interior para esconderse, aislarse y escribir. Tiene que buscar la belleza donde sea, incluso en «aquellos bloques como cajas de cerillas». «Yo he proyectado Bucarest, por la que paseo en mis noches de insomnio», nos cuenta en la presentación. Lo mismo hará el personaje de su novela Solenoid en sus viajes nocturnos imaginarios en un tranvía que no avanza y permanece inmóvil en las cocheras. Pero el paseo existe porque podemos soñarlo. Cărtărescu es el escritor que sueña y evoca realidades con ensoñaciones, y lo mejor es que no importa porque con él todo lo que sucede es posible. Qué más da que sea o no cierto. «¿Durrel tenía Alejandría? ¿Cortázar, Buenos Aires? ¿Joyce, Dublín? ¡Pues también yo tenía Bucarest! Una ciudad plástica, proteiforme, que mi imaginación modelaba a su gusto», escribe en el relato «Mi Bucarest».



«Es nuestra mente la que escribe», confiesa. Con ella viaja Cărtărescu a los territorios de su intimidad sin importarle más que él mismo, sin pensar en nada más que en su mapa interno por el que va siguiendo los pasos de los recuerdos. Cărtărescu se va entendiendo a sí mismo, se asimila a través de la escritura: «Siempre he apreciado a los autores solitarios. Kafka es el arquetipo del escritor. Escribía solo para él mismo y para entender su situación». Aprecia tanto la soledad durante el acto creativo que lo que más desea es cerrar esa puerta a la realidad y aislarse, volver al vientre materno para escribir, para entrar en lo que él llama un proceso «autohipnótico».

La «trinidad» que formaron su madre, él y su hermano es el tema del relato «El ojo castaño de nuestro amor», que da título al volumen. Es imposible no emocionarse al leerlo. De nuevo la pérdida, el volver a empezar tras un hecho traumático del que el autor apenas habla y que bordea cuando se le pregunta. Da la impresión de que la nostalgia moviera el mundo, no el amor. Desde el amor hay mucho en toda su obra y en este último volumen de relatos se reconstruye diariamente, pero desde la nostalgia es capaz de avanzar, porque cuando aparece se produce el recuerdo, y en consecuencia el movimiento. La nostalgia es historia en Cărtărescu . Historia pasada y futura. 

Pero Cărtărescu es ante todo un autor con las mismas influencias literarias europeas que el resto de escritores que no son del «este», denominación con la que no se siente identificado. En el relato del libro titulado «...Escu», escribe: «Yo no he leído a Musil viendo en él a un rumiante de Kakania, sino a un príncipe del espíritu europeo. No me interesa en qué país vivió y escribió André Breton. No sé situar en el mapa el Kiev de Bulgakov. Yo no he leído a Catulo ni a Rabelais ni a Cantemir ni a Virginia Woolf en un mapa, sino en una biblioteca, donde los libros están colocados unos junto a otros».

Yo no creo que nunca pueda colocar los libros de Cărtărescu junto a los de ningún otro autor porque merece estantería aparte, aunque lo que me transmita me remita a lecturas clásicas que están también en casa, y que podrían perfectamente acompañarlo. Mi particular lectura de Cărtărescu me confirma una nostalgia como actitud que es la que hace que reconozcamos en un hecho el sentido de la existencia. Muerdo la magdalena y rememoro.


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