Haces a un escritor en tu interior, lo fabricas y lo
moldeas como te gustaría que fuese, y en la mejor de tus fantasías imaginas que
cuando lo oigas hablar será mágico, pero desgraciadamente casi nunca sucede.
El pasado jueves, sin embargo, lectores y amantes de la obra de Mircea Cărtărescu acudimos a escucharlo en su visita a Madrid. Y ocurre que Cărtărescu es un excelente comunicador,
un cuentista que narra oralmente como escribe, un hipnotizador verbal en una
lengua que suena a hechizo y magia. Se mete dentro de ti y sabe encontrar lo
que te va a doler porque escribe sobre el dolor universal. Cuando acaba, te has
quedado roto y exhausto esperando más, con nostalgia por lo perdido.
Antes de que empiece a hablar ves solo a un hombre normal,
sin nada físicamente llamativo que te anuncie lo que va a ocurrir cuando
arranque a contar. Tono de voz pausado, muy expresivo. Enreda enseguida. Dice
una frase. Para. La traductora habla. Él espera, paciente. Continúa. Y así se
va creando una danza verbal con ritmo que no cesa y que nos tiene a los que le
escuchamos inclinados hacia adelante, atraídos por la voz y la presencia del
hombre que se ha transformado ante nuestros ojos. La mirada es más brillante
ahora que habla y en ella hay recuerdos que se asoman. La voz anestésica ha
conseguido apaciguarnos para que él pudiera tirar bien, sin temor, de lo que
tenía que sacarnos de dentro, lo más recóndito que no sabíamos que
estaba o habíamos olvidado. Cărtărescu es mi particular magdalena proustiana que
abre compuertas.
Bucarest
es su isla grande, ya él después irá construyendo las propias en su
interior para esconderse, aislarse y escribir. Tiene que buscar la belleza
donde sea, incluso en «aquellos bloques como cajas de cerillas». «Yo he
proyectado Bucarest, por la que paseo en mis noches de insomnio», nos cuenta en
la presentación. Lo mismo hará el personaje de su novela Solenoid en sus viajes nocturnos imaginarios en
un tranvía que no avanza y permanece inmóvil en las cocheras. Pero el paseo existe
porque podemos soñarlo. Cărtărescu es el escritor que sueña y evoca realidades
con ensoñaciones, y lo mejor es que no importa porque con él todo lo que sucede
es posible. Qué más da que sea o no cierto. «¿Durrel tenía Alejandría?
¿Cortázar, Buenos Aires? ¿Joyce, Dublín? ¡Pues también yo tenía Bucarest! Una
ciudad plástica, proteiforme, que mi imaginación modelaba a su gusto», escribe en el relato «Mi Bucarest».
«Es
nuestra mente la que escribe», confiesa. Con ella viaja Cărtărescu a los
territorios de su intimidad sin importarle más que él mismo, sin pensar en nada
más que en su mapa interno por el que va siguiendo los pasos de los recuerdos. Cărtărescu se va entendiendo a sí mismo, se asimila a través de la escritura:
«Siempre he apreciado a los autores solitarios. Kafka es el arquetipo del
escritor. Escribía solo para él mismo y para entender su situación». Aprecia
tanto la soledad durante el acto creativo que lo que más desea es cerrar esa
puerta a la realidad y aislarse, volver al vientre materno para escribir, para
entrar en lo que él llama un proceso «autohipnótico».
La
«trinidad» que formaron su madre, él y su hermano es el tema del relato «El ojo
castaño de nuestro amor», que da título al volumen. Es imposible no emocionarse
al leerlo. De nuevo la pérdida, el volver a empezar tras un hecho traumático del que el autor apenas habla y que bordea cuando se le pregunta.
Da la impresión de que la nostalgia moviera el mundo, no el amor. Desde el amor —hay mucho en toda su obra y en este último volumen de relatos— se reconstruye
diariamente, pero desde la nostalgia es capaz de avanzar, porque cuando aparece
se produce el recuerdo, y en consecuencia el movimiento. La nostalgia es
historia en Cărtărescu . Historia pasada y futura.
Pero Cărtărescu es ante todo un autor con las mismas influencias
literarias europeas que el resto de escritores que no son del «este»,
denominación con la que no se siente identificado. En el relato del libro
titulado «...Escu», escribe: «Yo no he leído a Musil viendo en él a un rumiante
de Kakania, sino a un príncipe del espíritu europeo. No me interesa en qué país
vivió y escribió André Breton. No sé situar en el mapa el Kiev de Bulgakov. Yo
no he leído a Catulo ni a Rabelais ni a Cantemir ni a Virginia Woolf en un
mapa, sino en una biblioteca, donde los libros están colocados unos junto a
otros».
Yo
no creo que nunca pueda colocar los libros de Cărtărescu junto a los de ningún
otro autor porque merece estantería aparte, aunque lo que me transmita me
remita a lecturas clásicas que están también en casa, y que podrían
perfectamente acompañarlo. Mi particular lectura de Cărtărescu me confirma una
nostalgia como actitud que es la que hace que reconozcamos en un hecho el
sentido de la existencia. Muerdo la magdalena y rememoro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario