martes, 10 de mayo de 2016

Huellas galdosianas

Galdós irrumpió en mi vida como un vendaval y me dejó la sensación de que nunca podría expresar como me gustaría lo que representaba para mí. Fue mi madre la que se encargó de inculcarme a los realistas, y además de Galdós me sumergí en Baroja, Clarín o Valera como el que se mete en lecturas contemporáneas. No sé si era raro que a una niña de doce o trece años le gustara tanto aquello, especialmente Galdós. Pero el caso es que ocurría y no podía evitarlo.

En la facultad llegan las lecturas más profundas, las que nos obligaban a analizar cada párrafo, una época, y «situar» al autor en un contexto. Yo a Galdós lo ubicaba en casa, de toda la vida. Como un habitante más del piso en el que vivía, se paseaba entre nosotros trayéndonos las calles luminosas y empedradas del Madrid decimonónico que, si salías a la calle, podías patear exactamente como lo leías. Con mi madre iba yo a la Plaza Mayor y desde allí avistábamos la casa de Fortunata. Y por Pontejos y Carmen nos cruzábamos con doña Perfecta y la de Bringas.


De todas las lecturas galdosianas sacaba la conclusión de que algo tenían que ver con la vida en la calle y con lo que me rodeaba. La realidad era eso, esa frescura y viveza de los personajes a los que acabas queriendo como familia lejana que un día partió a otras tierras pero a la que todavía recuerdas. Galdós era, para mí, como el padre que cuenta historias de la infancia y te dice cómo eras y como era el mundo cuando naciste. Porque la historia sin Galdós no sería historia. Y la historia la hacen los de abajo, como diría Azuela. La historia en Galdós es como un capítulo de telenovela, accesible a todos, contada en ese lenguaje llano, a través de personajes que podríamos ser cualquiera de nosotros. Humanizó a reyes y políticos y acercó al pueblo la inteligencia y a las mujeres la decisión.

Las mujeres de Galdós piensan y actúan y son en sus novelas las dueñas de su destino. En Fortunata y Jacinta, la gran novela de Galdós, a mi parecer, la mujer del pueblo, la más pobre y pequeña de las mujeres, es la que monologa entre las callejuelas de Madrid. Víctima del sistema acaba perdiendo, sí, pero se hace grande en sus pensamientos, algo que muy pocos autores de la época se habían atrevido a mostrar. Fortunata está a la altura de Mendizábal, que da título a uno de sus «Episodios Nacionales». A la par en importancia y fuerza. Y además Galdós le otorgó el privilegio de protagonizar un monólogo interior que en aquellos años y en la novela realista era completamente rompedor.

Hoy Galdós sigue siendo de relectura y visita anual. Mis preferidas, sin duda la mencionada Fortunata y Jacinta, pero también Misericordia, La de Bringas, Tristana y Tormento. Todas mujeres. De otra época, pero tan posibles a la vuelta de cualquier esquina madrileña.

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