Hay siempre algo mágico en lo inacabado porque aún no hay revisión, o muy poca. Podemos
adivinar la complejidad de la creación en una frase, en un trazo. La gestación, incluidas las imperfecciones y las dudas. Y es emocionante saber que la obra es provisional (aunque en
este texto sobre el que hoy quiero escribir hubiera corregido ya el autor a boli rojo la primera versión
sin alterar demasiado) pero que lo que será definitivamente va a concluir en algo muy bueno,
porque lo que observamos es ya prometedor
El jardín colgante, de Patrick White, ganador del Nobel en 1973 por una narrativa que
se ha definido como «épica y psicológica», llega en español en la edición de Tres hermanas,
dentro de la colección con el sugerente y bello título de ‘Tierras de la Nube
Blanca’, donde se reúnen textos de autores australianos. Y llega en verano. La
estación de la atención, del leer sin interferencias laborales ni problemas
acuciantes. Con esa calma necesaria que nos rodea como preámbulo perfecto y la
atmósfera adecuada para leer.
Una niña griega y australiana es abandonada en
una casa en Sídney y ha de convivir con otro niño, también abandonado tras la
muerte de su madre. Este es el tema
principal. El escenario, la Segunda Guerra Mundial. La muerte se presenta de un modo tan natural que provoca en los niños unos
sentimientos y acciones de adultos que a veces asustan. Sus palabras sabias reflejan, sin embargo, las inseguridades, que arrecian a medida que avanzamos.
De la niña, Eirene, se dice en un momento de la novela que «nació vieja», y el
niño Gil reflexiona de ese modo en el que solo pueden hacerlo los hombres, como
si la tragedia de la Segunda Guerra Mundial la hubiera vivido en el campo de
batalla.
Una sintaxis que va más allá de la mera
descripción comprensible da paso a una narrativa
pausada para la que el autor se toma su tiempo. Hay algo claustrofóbico cuando se
dispone a describir a sus personajes y entra en su interior. Los rebasa, los
vacía y te los deja para que los disfrutes y saques tus propias conclusiones. Los
constantes cambios de perspectiva y de punto de vista permiten que nos identifiquemos con cada uno de los personajes y sus caracteres. Principalmente con los niños
abandonados durante la guerra, sí, pero también con los adultos derrotados, mezquinos
en su soledad y en su trato con los pequeños.
La niña Eirene, Ireen, Reen —adopta muchas variantes su
nombre—, la protagonista a través de la que vemos más que desde el resto,
reflexiona al poco de llegar al que va a ser su nuevo hogar:
«La casa ahora está inmóvil. ¿Aparecerá el niño detrás de una esquina o atravesará una pared para cuestionar mi propiedad? Porque ya es mía. Huele a champiñones y a polvo, está viva con los pensamientos que estoy poniendo en ella. Los pomos de la puerta son plastilina en mis manos. Podría trepar hasta este armario y mezclarme con las ropas de un hombre muerto si no olieran tanto a muerto».
La prosa alcanza niveles líricos, obligándote a releer, a
repasar de nuevo esas palabras que parecieron decirnos algo que en una segunda
lectura lleva a otro pensamiento, a otras conclusiones. Descripciones que
ratifican la habilidad narrativa y lingüística del autor australiano.
Es deliciosa la ilusión de los niños, la imaginación poética
que White les atribuye y con la que se reúnen sus soledades. Sin ñoñerías,
brutalmente. Por ello más certeras. Hay mucho de ensoñación y de deseo
incumplido que solo les permite fantasear con lo que podrían haber sido sus
vidas. Su adolescencia incipiente, su sexualidad arrolladora y la visión y el
comportamiento adultos que les obligan a adoptar son los culpables de su
sufrimiento, que no parece ser, pero está, presente en cada frase y pensamiento
sin que ninguno de los dos quiera que se les note: «Los niños se quedaron
enfrentándose a los detalles de un presente opresivo y un futuro aterrador e
imponente».
Hay una naturaleza ahí fuera, más allá de sus dudas y de sus
vidas, pero a veces es opresora, no liberadora. La casa en el árbol que ambos construyen
es un escape, pero Eirene preferiría hundir la cabeza bajo tierra en ocasiones
y no tener que mirar, oculta entre el follaje: «Lo único que quieres es
arrastrarte fuera de allí a través de la oscura broza del jardín por encima de
las cálidas y húmedas hojas mohosas, y tal vez reunirte con tus amigos los
insectos».
El contraste entre civilización-ciudad y libertad-naturaleza
lo encontramos a cada paso en la lectura, en la visión de los niños y su
experiencia desde el abandono en Australia, una tierra enorme pero vacía. Un ‘tierra
trágame’ cuando no puede escapar transforma los pensamientos de Eirene en
frases como esta: «Si el asfalto australiano al menos recibiera tu carne
derretida, entre la fruta aplastada de este enorme árbol peludo». Enamorada del amor, como todo adolescente, cuando está con
Gil deja volar la imaginación: «Él no me quiere. ¿Y si recito el poema
invisible que siento en mi interior? ¿Me devolverá eso el poder que pensé que
tenía cuando llegué aquí? El poema que no puede expresarse con palabras».
Y es que hay palabras, muchas palabras, pensamientos, palabras dichas por los
adultos que hacen a Eirene parecer rara («No
eres natural, Eireen», afirma un personaje dirigiéndose enfadado a
la niña, en un momento crucial de la novela), palabras ocultas, palabras
escritas en cartas y en un diario. En él no deja de haber culpa, como en todo el
texto, como hasta el final. Es la culpabilidad del que está solo, del que ha
sido apartado del resto de la vida infantil que merecía vivir y se le negó.
Cuando se anuncia la caída de Hitler nada parece cambiar esas palabras dichas,
los hechos vividos. Volvemos al interior del personaje, que sigue narrando,
ininterrumpidamente, como si solo así pudiera exorcizar el abandono.
Novela de recogimiento, de aprendizaje, y pura melancolía. Novela
inacabada pero redonda. El autor estaba demasiado cansado para terminarla
aunque revisó lo escrito. Lo justo, no corrigió demasiado. Alguna nota al
margen para desarrollar más adelante aspectos concretos. Tras la muerte de
White, un duro trabajo de transcripción del texto, sobre todo de las partes en
griego, alguna casi ilegible. Pero ya está entre nosotros y solo queda disfrutarla.
Pasarás frío, los zapatos te irán grandes y volverás a sentir las inclemencias
de la adolescencia en el desbordante paisaje australiano, empequeñecido por la
estrechez del espacio destinado a los niños y una guerra europea absurda que lo
ocupa todo sin que apenas se la nombre.
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