Abro los
ojos y lo primero que veo son sombras, poca certeza de que en la habitación
solo esté yo y no haya monstruos de la noche agazapados por los rincones. A
medida que me espabilo, con las gafas ya puestas, solo tengo que echar la mano
al suelo y coger el volumen de relatos que se titula La edad de oro y es de John Cheever, de la colección Narradores de
Hoy de Bruguera.
Son,
calculo, las seis. No quiero mirar el reloj, me produce placer que aún no haya
amanecido y que la única actividad que se escuche sea la de la lectura en el cuarto.
La casa está en silencio, el edificio al completo. No parece haber vida más
allá de mí y de mi libro, que enseguida estoy leyendo de nuevo, como la noche
anterior antes de que, muerta de sueño, se me resbalara de las manos y cayera
al suelo sin que me diera cuenta. La luz la apagaba cuando, tras unas horas de
sueño, me despertaba sorprendida. El sobresalto siempre era agradable porque
sabía que aún quedaban noche y sueño.
Antes de
leerlo, como antes de comprarlo, siempre, ritual imposible de evitar, olisqueaba el libro, una aspiración que no se notara mucho en la librería, aunque
al acercar el libro al rostro, abierto ya, fuera raro. En la intimidad la nariz
bien metida entre las páginas, absorbiendo el olor y cerrando los ojos al mismo
tiempo, como cuando se besa a alguien.
A los ya
empezados, y por tanto ya vividos y toqueteados, se les iba el olor, y de niña
tenía la sensación, que aún a veces me turba, de que el olor se iba por mis
fosas nasales, que tragaba por la nariz el aroma inconfundible de esos libros y
que cada editorial olía de manera distinta, por lo que en mi interior quedarían
posos de todos los libros y de todas las editoriales. La lectura absorbida al máximo.
El olfato y
el libro casan bien, por eso el vino, el té o el café acompañan las lecturas de
un modo perfecto, son bebidas que se huelen mientras se paladean. Y si leo a
Cheever ahora adulta, no aquella madrugada de la niñez en la que aún no había
probado el sabor del vino, estoy tomando un tinto denso que me deja los labios
rojos.
Aquella
madrugada con Cheever se repetía cada semana con Galdós, con Elena Fortún, con
Clarín, con Dickens, con Lorca, con Valle Inclán… Y aunque a medida que fui
creciendo se transformaron las lecturas, incluso la forma de leer, que pasó de
ser desaforada a mucho más terca en la obsesión por buscar más allá de las
meras palabras del autor, la rutina del oler intensamente el libro, abriéndolo
al azar y metiendo mi nariz entre las páginas, se mantuvo. Hasta hoy. Hasta el
próximo libro que, ya no de madrugada —esa costumbre ya vencida por el paso del
tiempo—, marque con mi olfato, y cuyo olor se introduzca en mí para
alimentarme.
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