domingo, 25 de septiembre de 2016

El olor que alimenta

Abro los ojos y lo primero que veo son sombras, poca certeza de que en la habitación solo esté yo y no haya monstruos de la noche agazapados por los rincones. A medida que me espabilo, con las gafas ya puestas, solo tengo que echar la mano al suelo y coger el volumen de relatos que se titula La edad de oro y es de John Cheever, de la colección Narradores de Hoy de Bruguera.

Son, calculo, las seis. No quiero mirar el reloj, me produce placer que aún no haya amanecido y que la única actividad que se escuche sea la de la lectura en el cuarto. La casa está en silencio, el edificio al completo. No parece haber vida más allá de mí y de mi libro, que enseguida estoy leyendo de nuevo, como la noche anterior antes de que, muerta de sueño, se me resbalara de las manos y cayera al suelo sin que me diera cuenta. La luz la apagaba cuando, tras unas horas de sueño, me despertaba sorprendida. El sobresalto siempre era agradable porque sabía que aún quedaban noche y sueño.

Antes de leerlo, como antes de comprarlo, siempre, ritual imposible de evitar, olisqueaba el libro, una aspiración que no se notara mucho en la librería, aunque al acercar el libro al rostro, abierto ya, fuera raro. En la intimidad la nariz bien metida entre las páginas, absorbiendo el olor y cerrando los ojos al mismo tiempo, como cuando se besa a alguien.

A los ya empezados, y por tanto ya vividos y toqueteados, se les iba el olor, y de niña tenía la sensación, que aún a veces me turba, de que el olor se iba por mis fosas nasales, que tragaba por la nariz el aroma inconfundible de esos libros y que cada editorial olía de manera distinta, por lo que en mi interior quedarían posos de todos los libros y de todas las editoriales. La lectura absorbida al máximo.

El olfato y el libro casan bien, por eso el vino, el té o el café acompañan las lecturas de un modo perfecto, son bebidas que se huelen mientras se paladean. Y si leo a Cheever ahora adulta, no aquella madrugada de la niñez en la que aún no había probado el sabor del vino, estoy tomando un tinto denso que me deja los labios rojos.

Aquella madrugada con Cheever se repetía cada semana con Galdós, con Elena Fortún, con Clarín, con Dickens, con Lorca, con Valle Inclán… Y aunque a medida que fui creciendo se transformaron las lecturas, incluso la forma de leer, que pasó de ser desaforada a mucho más terca en la obsesión por buscar más allá de las meras palabras del autor, la rutina del oler intensamente el libro, abriéndolo al azar y metiendo mi nariz entre las páginas, se mantuvo. Hasta hoy. Hasta el próximo libro que, ya no de madrugada —esa costumbre ya vencida por el paso del tiempo—, marque con mi olfato, y cuyo olor se introduzca en mí para alimentarme.

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