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lunes, 4 de septiembre de 2017

Escribir en septiembre a pesar del ruido

Los tiempos de sequía verbal escrita no son tiempos perdidos. Escribes mentalmente, observas mucho y te escudriñas cada noche, al llegar a la cama, preguntándote si volverás a hacerlo, si de nuevo habrá algo que decir. Y siempre lo encuentras, el deseo, el motivo que te llevará de nuevo al teclado o al cuaderno.

Hace tiempo ya tuve otro blog en el que escribía a diario. Entre los míos me pedían, cuando había una pausa, que continuara, que les encantaba. Me seguían pocas personas, pero era bonita la presión. Era otro momento de mi vida, en el que la búsqueda de trabajo no lo nublaba todo, no paralizaba la energía y tenía suficiente confianza en mí misma para pensar que lo que escribía podía interesarle a alguien. Y me digo ahora, pasado el tiempo, con un estado de ánimo algo más bajo pero más realista (soy autónoma, es inevitable) que qué más da si no me leen. Así que hoy retomo la palabra escrita que nunca sabes cuándo podrá ser leída.

El ruido y la presión han ocupado el último año tanto espacio en el mío propio que me han paralizado para disfrutar de muchas de las cosas que me gustan, como leer, escribir o enamorarme, actividades que requieren entrega y entusiasmo.
Dibujo de Ramón Casas: 'Mujer escribiendo una carta'

El ruido es solo eso, ruido. El silencio dice todo lo que queremos oír porque en él nos encontramos realmente con nosotros y con los demás. El ruido saca lo peor de nosotros mismos. Septiembre es ruidoso, este país lo es. La mayoría de la gente también. Librarme de la mayor parte del ruido es mi tarea de septiembre, el mes de las tareas por excelencia. Quedarme con lo mejor de cada silencio. Leer lo que me apetezca, sin que el ruido interfiera. Escribir lo que me dé la gana, obviando el ruido. Y en el silencio, ser más feliz. Quizá también el amor, quién sabe. He empezado con la correspondencia en papel.

lunes, 17 de abril de 2017

La vida que nos queda

Los libros nos sobrevivirán, por eso producen esa nostalgia y esa sensación de vida eterna que se deseó tanto en la juventud alguna vez.

Miro las estanterías desde el sofá, acabo de despertarme de la siesta. En la penumbra del salón adivino algunos de los títulos no porque pueda leerlos desde donde estoy, sino porque los conozco. Su lomo, su tacto, su olor. Llego incluso a dormir con ellos. Cuando uno se cela, lo llevo esa noche conmigo y lo devuelvo a la estantería quién sabe hasta cuándo.

No pretendo que sean míos para siempre. A veces les susurro que un día estarán en otras casas o estanterías, entre otras manos, y me da la sensación de que retroceden un poco, enmudecidos. Al acariciarlos de nuevo percibo más calor en ellos.


Cuando me acuerdo de cómo eran el primer día tengo de ellos imágenes muy distintas. Unos llegaron nuevos a mis manos, orgullosos y valientes, un poco soberbios pensando que nadie los olvidaría y que el tiempo no pasaría por ellos. Otros venían ya de vueltas de la vida, listos y curiosos por su nuevo hogar, una actitud algo prepotente, del que sabe que puede volver a ser abandonado. Los nuevos son más perrunos. Los viejos, de segunda mano, como gatos avezados que saben cómo gustar pero que en cualquier momento pueden desdeñarte.

Un día uno cayó uno a mis pies cuando pasaba por el pasillo. Una de las estanterías crujió acompañando la caída. El libro se había abierto por una página en la que podía leer: «Cuánto tiempo tendrá que pasar para que te des cuenta de que me importas». Me hablaba desde el suelo y lo leí ahí mismo, de nuevo, arrodillada en el pasillo de mi casa. Así se vuelven a veces los libros, exigentes, deseosos de que unas manos los toquen de nuevo, pasen de nuevo sus páginas y los huelan como antaño.

Los despertares de la siesta con ellos mirando desde sus lugares de descanso pero también de desasosiego esperando ser leídos por primera vez algunos, otros una segunda o tercera, estos ya casi sin esperanzas de que ocurra, son despertares dulces en los que uno nunca se siente solo, como en un hotel o en esas casas espantosas sin libros en las paredes de las que siempre quiero salir cuanto antes.

Tras el sueño, especialmente el de las tardes siesteras, siempre tengo la sensación de volver de una pequeña muerte que me deja exhausta pero de nuevo alerta para vivir. Y entonces elijo a uno de ellos y sigo compartiendo la vida que me queda, mucho más corta que la suya.

jueves, 5 de enero de 2017

Listas de Reyes

Este año no tengo una de esas listas de libros para entregar a los Reyes Magos. Con las prisas y una gripe de última hora no ha habido tiempo ni de hacerla ni de enviarla. De hecho, escribo estas líneas con cierto malestar físico aún.

Las listas de libros de cumpleaños y de Reyes han sido siempre el resultado de meses husmeando aquí y allá, anotando referencias de reseñas, de blogs, de blogs de amigos, de amigos apasionados lectores, de familia. Pero este año he intentado contenerme, y en el intento se me han quedado en la memoria. Joyas, delicias que tendré en mis manos en cuanto pueda, y que no es lo mismo alcanzar por uno mismo que por medio del regalo de otros.

Sí, sé que todos tendréis recuerdos muy parecidos, y seguramente también asociaréis ciertos títulos infantiles y juveniles, e incluso adultos, al día de Reyes. En mi caso Michael Ende y La historia interminable estarán siempre ahí, aunque sé con absoluta certeza que llegó a mi vida una feria del libro del Retiro, pero lo asocio a Reyes, vete tú a saber por qué. Me pasa con otro título del mismo autor, Momo, que me regalaron por mi santo un noviembre del ochenta y tantos pero que también encajo en una mañana de Reyes rodeada de papeles de colores.

La trilogía de El Señor de los Anillos pertenece también a ese día. Una edición barata de bolsillo que cuando vi me asustó, pues a mi edad aún no había afrontado una lectura de ese calibre. Y Asimov, pero curiosamente ese en las manos de mi hermano menor. Un recuerdo asociado a sus deseos, a su paquete de regalos ese día. Siempre le gustó. No tanto a mí. Celia, de Elena Fortún. Guillermo el travieso, Los tres investigadores, Tintín, Astérix, el volumen de cuentos de Grimm y de Andersen, en Alianza ambos.

 

Se trata de unos cuantos recuerdos de libros asociados a un momento especial, a un día que en el calendario no es importante para todos, o para algunos solo lo fue cuando eran niños. Qué pena. Lo despreciamos por tratarse de un día consumista, derrochón, un alargamiento innecesario de la Navidad. ¿Era acaso más necesaria la Nochebuena, en la que millones de personas solas han de pasar por el trauma de aguantar recordando a los que ya no están, con los que ya no están? ¿Es peor un día de alegría y consumismo que en muchas casas solo significa eso, un día? Un día de regalos, de alegría, de sueño realizado, de posibilidades infinitas. No es tan malo.

Y si hay algo aún mejor que el día de Reyes es la noche de Reyes. Acostarse tempranito para no pillar al rey poniendo los regalos, los libros que hemos pedido. Aguantar la respiración creyendo escuchar los pasos ligeros de unos seres que imaginábamos enormes, medio humanos medio fantásticos, saber que tras las puertas de todos los cuartos hay alguien haciendo de mago por una noche para que al día siguiente otros sean un poco más felices. Cursi suena, desde luego, lo sé, pero es así. Y tanto si llevas pidiendo un libro meses como si fugazmente lo comentaste en una conversación y esa mañana especial está ahí con tu nombre en un cartelito para ti, la sensación es única.

Es cierto que los tiempos han cambiado. Porque ahora raro es que quieras un libro y no lo tengas enseguida. Antes había que pedirlo, desearlo, y una madre y un padre echar cuentas, aunar esfuerzos e ir ahorrando para ese día, para que ese día tuviéramos los libros que pedimos. Y no estoy hablando de la infancia, estoy hablando de hace bien poco, cuando aún vivíamos con ellos y eran ellos los encargados de hacer realidad algunos de nuestros sueños. Los otros nos los hemos currado cada uno como hemos podido. Algunos han podido ser y otros no.

Feliz noche de Reyes.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Así empieza todo

Cuando de adulto abres un libro que ya habías leído en la infancia o la adolescencia eres consciente de que las cosas han cambiado. Lo relees, lo vuelves a admirar, pero hay algo que no cuadra. Esa escena amorosa que te produjo sueños eróticos todo el verano, ese linchamiento que te trajo el terror y pesadillas o esa vergüenza ajena del desacompasado, el personaje irritante y ajeno al mundo que no supiste explicar son ahora más tenues, como si la fuerza que tuvieron, que para ti tuvieron, se hubiera volatilizado o menguado al menos. A veces ocurre lo contrario. Emociones difusas que no comprendías porque no las habías experimentado aún, se hacen, con la relectura en la edad adulta, certeras, auténticas. Tanto, que cuando vuelves al clásico, reconoces, ahora sí, de qué te estaba hablando ya entonces pero no comprendías.

Las emociones aprendidas durante niños y mientras crecemos a través de los libros son tan importantes como las propias vivencias, tan importantes o más que las matemáticas o la física. El mundo de las emociones se empieza a explorar tímidamente y después ya sin tapujos desde la infancia y husmeando entre los libros de casa, de las estanterías de padres y hermanos mayores, o en las amadas bibliotecas, donde el tiempo es otro.

Por qué no Flaubert, Emily Brontë, Jane Austen o Anaïs Nin para hablar del amor, de esos amores difíciles como los de Calvino, de amores puramente sexuales, de amores imposibles y desasosegantes. Baroja o Galdós para hablar de la guerra, de la España controvertida. Cuánto nos enseñó Henry James sobre el miedo más básico, el del temor a apagar la luz del cuarto antes de irnos a dormir.

Cuando se es muy niño y la experiencia del primer amor o del primer dolor por la pérdida de un ser querido queda aún lejos, la lectura nos abre las puertas a su reconocimiento. Me pasé horas leyendo a los clásicos en mi cuarto, en los cuartos de las casas de vacaciones, en los suelos y sofás de todas las casas que habité. Tintines y Astérix tirados junto a la cama al despertar, también los hubo.

Hay escritores que nos hicieron niños más listos, más observadores, y sin duda más preparados para lo que tenía que venir. Leer en la infancia dota de un significado el crecimiento, te hace más osado, menos miedoso ante los problemas y las dificultades que van apareciendo. La madurez que da la lectura no la dan otras actividades, sin duda complementarias y necesarias, pero complementarias al fin y al cabo. Leer estimula, nos obliga a imaginar y a evadirnos pero también a tener los pies en la tierra. Enamorarse de un personaje por primera vez, soñar con él, recrearlo ante la incertidumbre —«qué haría él en esta situación»— solo lo dan los buenos libros.

La vida tiene mucho de miserable y de aleatoria, de insuficiente, pero la lectura nos salva no solo por el acto en sí, sino porque ha sido precedido de otro, el de la escritura, que con nosotros cierra un ciclo, aunque nunca del todo. El libro se sigue leyendo, sigue avanzando su influjo y va ganando lectores a través del tiempo. Las emociones siguen aflorando por primera vez y todavía nos tiramos en la cama, como niños, y abrimos la primera página del libro que nos advierte de que hay una aldea poblada por irreductibles galos que resiste todavía y siempre al invasor. Así empieza todo.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Aventura (personal) literaria

J leía en bibliotecas. No acumulaba libros, como yo. No los tocaba ni los pensaba después. No se quedaba absorto pasando simplemente las páginas de lo ya leído por placer de repaso, de encontrar a fogonazos palabras y frases que le habían gustado.

Le gustaba leer, como a mí. Pero tras la lectura, volvía a la biblioteca y devolvía esos libros que yo sí atesoraba y mimaba, cada uno con un lugar en mis estanterías caseras. Quiso convencerme desde el principio. Y cuando estás enamorada, te dejas convencer. De lo que sea. De que es de locos hacer una montaña de esa injusticia o de algo tan banal como que un libro solo es importante por dentro, que lo de fuera es solo funda y sustento.

Dejarse querer es como abandonarse, y da gustito. Que te abracen y no te importe nada hasta que las cosas empiezan a importarte de nuevo.

J no apreciaba el objeto y a mí me extrañaba, pero formaba parte de una extrañeza que abarcaba mucho más que su relación con los libros, así que no le daba mayor importancia.

Un día, J y yo tuvimos un niño, y cuando el crío pintaba las hojas de los cuentos y él le dejaba mientras yo le reñía, J me decía que el libro no era sagrado. Y lo mismo ocurría cuando el niño tiraba del rabo de un perro y él lo disculpaba diciendo que solo era un niño, que no se daba cuenta de lo que hacía, que el perro era solo un perro.

Yo empecé a darme cuenta de que a J no le importaba nada más que él mismo, y su descuido hacia la belleza y el trato delicado con los objetos, y hacia la fragilidad de los débiles, me iba advirtiendo silenciosamente, sin que yo quisiera darme cuenta del todo, solo como una ligera molestia en el hombro tras haber llevado mucho peso.

Poco a poco, vas sacando conclusiones vitales sobre las personas, que te ayudan a clasificarlas y a protegerte de ellas. Mi tonta medida ahora es: no te fíes de quien no tiene libros propios en casa ni de quien no ama a los animales. Ni, por supuesto, de quien te dice que lee pero que no quiere acumular libros y por eso no los mantiene, ni del que te cuenta que los animales le gustan, pero no en las casas, mejor en su entorno natural.

Hay aventuras literarias terroríficas y aventuras en la vida que nunca debieron ocurrir. Es solo una reflexión, pero para eso estamos.

domingo, 9 de octubre de 2016

Los anotaciones y los subrayados que hablan de nosotros

Paso la mañana en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, en el Paseo de Recoletos, que se celebra en otoño. Es uno de los placeres del comienzo de la nueva estación, pasear entre los libros, pararme, husmear, elegir. En una de las casetas descubro un ejemplar que me interesa. Lo abro por la primera página y leo: De Joaquín. Por nuestro 32 aniversario. Y a continuación hay una firma ininteligible que podría significar María o Miriam. Después, el año, 1992. Dejo en su sitio el libro con cuidado, de repente ha adquirido con la autodedicatoria un valor que no tenía. Cojo otro que está cerca y esta vez la letra, la misma, solo se distingue en la fecha y de nuevo la firma que cuesta descrifrar. Salto a otro libro, después a otro más. La mayoría de los títulos del cajón con el cartel de Novela son de una misma persona que ya no los tiene en su casa ni en sus estanterías. Pienso que quizá los haya vendido, pero me hace dudar de esta posibilidad el libro que celebra el 32 aniversario, ya que es un regalo, y los libros regalados no se venden. Quizá se separó de ese Joaquín al que no quiere volver a ver, pero también puede ser, quizá, que María o Miriam haya muerto y su biblioteca se haya vendido, expuesta ahora su vida en una feria de segunda mano que vende más que libros y ficciones, también la vida de muchas personas cuyas trayectorias y gustos quedan plasmados en las primeras páginas de los libros, en las marcas de su interior, en la propia elección de los títulos, que los definen.

Anoto yo también en todos mis libros. Me encanta aludir al margen de las páginas a una anécdota o quizá mencionar un tema que me interesa y que el autor me ha recordado por lo que ha escrito. No siempre anota uno lo mismo. Si volviéramos a leer un libro que leímos hace diez años escribiríamos otras notas o quizá ninguna, porque lo que nos llamó la atención en su momento ya es sabido y no nos sorprende. 

Somos distintos en cada etapa de nuestra vida y los años también pasan por los libros. De vez en cuando cojo al azar un volumen de una de mis estanterías y lo abro, lo hojeo y me encuentro definida —cómo era en ese momento— leyendo lo subrayado. A veces hay simplemente una flecha o unos signos de admiración de apertura y cierre que me advierten de dónde me paré, dónde me detuve a señalar, qué me importaba entonces. Por supuesto, como María o Miriam, yo también me autodedico libros, no solo los regalados, también los que compro yo misma, en los que escribo: Encontrado un día luminoso o Una mañana de octubre en la Feria del Libro Antiguo. Y espero, lo pido, que mis libros no se vendan, que los que los hereden o reciban los hojeen y así puedan conocerme mejor, cómo era yo por mis subrayados, por la elección de mis lecturas.

domingo, 2 de octubre de 2016

Los libros que no iban a ser leídos pero que cayeron en mis manos

Era agradable llegar a la puerta de la casa, descargar las maletas y encontrarse en el campo. Un campo falso, de urbanización, aunque en cuanto te alejabas un poco de lo civilizado, de las construcciones para los de ciudad, conseguías sentirte a gusto. A veces me llevaba libros y me sentaba en el muro de un camino al final de la urbanización, donde empezaba el campo de verdad, dejando que las abejas hicieran su baile sobre mí. Cogía unas moras y me pasaba el tiempo sobre el muro. Después tenía la espalda llenas de marquitas de las piedras.

A la casa del pueblo me llevaba a veces cuentos, pero enseguida los acababa, así que tiraba de lo que había en casa. Mamá tenía una buena biblioteca en la ciudad, pero al campo llevaba lo que ya no quería, lo que ya no iba a leer porque nunca le había gustado o porque le había dejado de gustar. Esos caprichos lectores.

En las estanterías me encontraba tomos de Círculo de lectores que se leían en aquellos años: Pigmalión, Por quién doblan las campanas… y muchos libros de Agatha Christie de la editorial Molino. ¿Qué habría sido de mis tardes durante la siesta en la casa de la sierra sin estos libros? Yo era muy pequeña y empezaba a vislumbrar lo que era bueno de lo que no lo era. Si me gustaba, entendía que se trataba de literatura infantil o que no podía considerarse un libro bueno, pues era consciente de mis limitaciones aún para apreciar la calidad. Así pues, Agatha Christie me resultaba sospechosa. Algunos títulos los leí más de diez veces, no me importaba volver una y otra vez a las tramas que atrapaban. ¿Qué más me daba cómo estuviesen escritos?

Pasado el tiempo los libros empezaron a ser algo más. A medida que iba aprendiendo a distinguir ya no era igual leer despreocupadamente lo que cayera en mis manos. Era crítica. Empezaba y lo dejaba. Dejé de poder leer esos libros durante las siestas de los adultos en la casa de la sierra, y creo que es ahí cuando empecé a hacerme mayor y ya la adolescencia me obligó a llevarme los libros que quería durante el fin de semana. Los libros que llegaban de la capital para invadir a los del pueblo. Fue ahí cuando empecé a llevar bolso, y con él, siempre un libro antes de salir de casa. Qué lector voraz sale de casa sin un libro. Cuando lo olvido (pocas veces), compro uno en la librería que me pille de paso.

Las lecturas desaforadas de los fines de semana en la sierra se acabaron. La casa se vendió más adelante, creo que con libros incluidos. Me pregunto qué harían con ellos los nuevos propietarios, si tendrían hijos que se aburrieran durante las siestas de los adultos y tiraran de los volúmenes desconocidos de las estanterías de la nueva casa en los que aún quedaría la firma de mi madre, una inútil seña de propiedad en lo que ya no se desea, ya no se quiere. 

domingo, 25 de septiembre de 2016

El olor que alimenta

Abro los ojos y lo primero que veo son sombras, poca certeza de que en la habitación solo esté yo y no haya monstruos de la noche agazapados por los rincones. A medida que me espabilo, con las gafas ya puestas, solo tengo que echar la mano al suelo y coger el volumen de relatos que se titula La edad de oro y es de John Cheever, de la colección Narradores de Hoy de Bruguera.

Son, calculo, las seis. No quiero mirar el reloj, me produce placer que aún no haya amanecido y que la única actividad que se escuche sea la de la lectura en el cuarto. La casa está en silencio, el edificio al completo. No parece haber vida más allá de mí y de mi libro, que enseguida estoy leyendo de nuevo, como la noche anterior antes de que, muerta de sueño, se me resbalara de las manos y cayera al suelo sin que me diera cuenta. La luz la apagaba cuando, tras unas horas de sueño, me despertaba sorprendida. El sobresalto siempre era agradable porque sabía que aún quedaban noche y sueño.

Antes de leerlo, como antes de comprarlo, siempre, ritual imposible de evitar, olisqueaba el libro, una aspiración que no se notara mucho en la librería, aunque al acercar el libro al rostro, abierto ya, fuera raro. En la intimidad la nariz bien metida entre las páginas, absorbiendo el olor y cerrando los ojos al mismo tiempo, como cuando se besa a alguien.

A los ya empezados, y por tanto ya vividos y toqueteados, se les iba el olor, y de niña tenía la sensación, que aún a veces me turba, de que el olor se iba por mis fosas nasales, que tragaba por la nariz el aroma inconfundible de esos libros y que cada editorial olía de manera distinta, por lo que en mi interior quedarían posos de todos los libros y de todas las editoriales. La lectura absorbida al máximo.

El olfato y el libro casan bien, por eso el vino, el té o el café acompañan las lecturas de un modo perfecto, son bebidas que se huelen mientras se paladean. Y si leo a Cheever ahora adulta, no aquella madrugada de la niñez en la que aún no había probado el sabor del vino, estoy tomando un tinto denso que me deja los labios rojos.

Aquella madrugada con Cheever se repetía cada semana con Galdós, con Elena Fortún, con Clarín, con Dickens, con Lorca, con Valle Inclán… Y aunque a medida que fui creciendo se transformaron las lecturas, incluso la forma de leer, que pasó de ser desaforada a mucho más terca en la obsesión por buscar más allá de las meras palabras del autor, la rutina del oler intensamente el libro, abriéndolo al azar y metiendo mi nariz entre las páginas, se mantuvo. Hasta hoy. Hasta el próximo libro que, ya no de madrugada —esa costumbre ya vencida por el paso del tiempo—, marque con mi olfato, y cuyo olor se introduzca en mí para alimentarme.