lunes, 10 de junio de 2013

Los descubrimientos inesperados: Etgar Keret, "De repente llaman a la puerta"


Una mañana lluviosa de esta primavera entré con mi hermana en una librería del centro de la ciudad donde solemos ojear entre las mesas de novedades y oler los libros apetecibles.

Cada editorial tiene un olor, y últimamente es Siruela la que más me gusta por la textura de sus papeles, sus efluvios de tinta y sus preciosas portadas. Por este último motivo me detuve, precisamente, aquella mañana ante un ejemplar muy colorido con la cara de un hombre en primer plano, la mitad del rostro cubierto por unas enormes gafas de buceo en las que se ha quedado atrapada una buena cantidad de agua y unos pececillos rojos, que se pasean ante sus ojos y su rostro de resignación.

Abro el libro De repente llaman  a la puerta, que así se titula, por una página al azar, y lo huelo para familiarizarme. Ya esto me hipnotiza. Después, empiezo a leer. Son la mayoría cuentos cortos y disparatados con elementos de verdad, cotidianos, lo que hace más absurda su transgresión. Como dijo Borges de los cuentos de Cortázar, “El prodigio requiere esos pormenores”.

De Cortázar, precisamente, tiene mucho Keret. Como en el mundo del primero, la realidad cotidiana se ve alterada por azares absurdos aunque posibles en una pesadilla surrealista. Las historias podrían ocurrir, en parte, en cualquier lugar del mundo, pero no siempre. Y es que algunas de ellas solo son posibles en Israel, de donde es el autor recién descubierto en un maravilloso momento inesperado, una mañana de husmeo en librería.


La irrupción de lo absurdo en una escena aparentemente trivial es muy propio de los cuentos de Cortázar. No concebimos que algo loco pueda ocurrir en la “normalidad” que respira la escena descrita que dará pie al resto de la historia. Y así sucede también en los cuentos de Keret. Érase una vez, por ejemplo, un hombre que tenía una almorrana, y del mismo modo que otros escuchan a su conciencia, él escucha a su almorrana para tomar decisiones importantes, casi siempre caracterizadas por la tiranía y el maltrato, que es el espíritu de la almorrana. Al final, la almorrana crece y crece. Tanto, que la historia da un giro completo y érase entonces una almorrana de la que colgaba un hombre que, después de todo, le daba buenos consejos para la toma de decisiones.

Es así cómo Keret se queda con nosotros. Delicioso, sencillo en apariencia, los relatos se suceden con el fondo violento, a veces únicamente complejo, del país al que pertenece. En ellos las contradicciones morales y vitales están siempre empañadas por la emoción. 

Es un autor sincero, irónico y triste a veces, con esa especie de desolación que solo alcanza a los que se paran a pensar en lo que les rodea, hasta el último detalle, como la mayoría de los buenos artistas judíos. Al leerlo nos encontramos pensando en nuestros propios descubrimientos cotidianos y los imaginamos materia de cuento y cómo serían si estuvieran contados por el autor hebreo. Acabamos pensando keretianamente y viendo el mundo desde los ojos fascinantes de este entusiasta de la vida que adora a su madre por ser una superviviente. En la calleja por la que ella cruzaba para escapar de los nazis en el gueto de Varsovia, un arquitecto admirador de sus cuentos le ha construido y dedicado a Keret la casa más estrecha del mundo como símbolo de la brevedad de sus relatos. 

Escritor de cuentos cortos y de guiones, director de cine... declara, sin embargo, que hace menos de lo que podría aunque con sus historias sienta que se aproxima, de algún modo, a algo que no sabe qué es pero que es grande, como lo sería “comprender a los peces antes de morir”.  


1 comentario: