Una mañana lluviosa de esta primavera entré con mi hermana
en una librería del centro de la ciudad donde solemos ojear entre las mesas de
novedades y oler los libros apetecibles.
Cada editorial tiene un olor, y últimamente es Siruela la
que más me gusta por la textura de sus papeles, sus efluvios de tinta y sus
preciosas portadas. Por este último motivo me detuve, precisamente, aquella
mañana ante un ejemplar muy colorido con la cara de un hombre en primer plano,
la mitad del rostro cubierto por unas enormes gafas de buceo en las que se ha
quedado atrapada una buena cantidad de agua y unos pececillos rojos, que se
pasean ante sus ojos y su rostro de resignación.
Abro el libro De repente llaman a la puerta, que así se titula, por una
página al azar, y lo huelo para familiarizarme. Ya esto me hipnotiza. Después,
empiezo a leer. Son la mayoría cuentos cortos y disparatados con elementos de
verdad, cotidianos, lo que hace más absurda su transgresión. Como dijo Borges de los cuentos de Cortázar, “El prodigio requiere esos pormenores”.
De Cortázar, precisamente, tiene mucho Keret. Como en el
mundo del primero, la realidad cotidiana se ve alterada por azares absurdos
aunque posibles en una pesadilla surrealista. Las historias podrían ocurrir, en
parte, en cualquier lugar del mundo, pero no siempre. Y es que algunas de ellas
solo son posibles en Israel, de donde es el autor recién descubierto en un
maravilloso momento inesperado, una mañana de husmeo en librería.
La irrupción de lo absurdo en una escena aparentemente
trivial es muy propio de los cuentos de Cortázar. No concebimos que algo loco
pueda ocurrir en la “normalidad” que respira la escena descrita que dará pie al
resto de la historia. Y así sucede también en los cuentos de Keret. Érase una
vez, por ejemplo, un hombre que tenía una almorrana, y del mismo modo que otros
escuchan a su conciencia, él escucha a su almorrana para tomar decisiones
importantes, casi siempre caracterizadas por la tiranía y el maltrato, que es
el espíritu de la almorrana. Al final, la almorrana crece y crece. Tanto, que
la historia da un giro completo y érase entonces una almorrana de la que colgaba
un hombre que, después de todo, le daba buenos consejos para la toma de
decisiones.
Es así cómo Keret se queda con nosotros. Delicioso, sencillo
en apariencia, los relatos se suceden con el fondo violento, a veces únicamente
complejo, del país al que pertenece. En ellos las contradicciones morales y
vitales están siempre empañadas por la emoción.
Es un autor sincero, irónico y
triste a veces, con esa especie de desolación que solo alcanza a los que se
paran a pensar en lo que les rodea, hasta el último detalle, como la mayoría de los buenos artistas judíos. Al leerlo nos encontramos pensando en nuestros propios descubrimientos
cotidianos y los imaginamos materia de cuento y cómo serían si estuvieran contados por el autor hebreo. Acabamos pensando
keretianamente y viendo el mundo desde los ojos fascinantes de este entusiasta
de la vida que adora a su madre por ser una superviviente. En la calleja por la
que ella cruzaba para escapar de los nazis en el gueto de Varsovia, un
arquitecto admirador de sus cuentos le ha construido y dedicado a Keret la
casa más estrecha del mundo como símbolo de la brevedad de sus relatos.
Escritor de cuentos cortos y de guiones, director de cine... declara, sin embargo, que hace menos de lo que podría aunque con sus
historias sienta que se aproxima, de algún modo, a algo que no sabe qué es pero que es
grande, como lo sería “comprender a los peces antes de morir”.
Bien, bien, me lo apunto
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