viernes, 20 de septiembre de 2013

La solterona

Cuando leí La edad de la inocencia me quedé fascinada por la modernidad que respiraba la novela. El ritmo de la voz del narrador quedó grabado en mi cabeza y marcó, a su vez, el ritmo de mi primera novela. Cuando la escribí tenía esa voz dentro de mí, como si fuera la guía que me iba dictando el texto. Gracias a aquella lectura y a la excelente adaptación cinematográfica de la misma, conseguí encontrar un tono adecuado para lo que quería contar.

A diferencia de lo que sucede casi siempre cuando ves una película adaptada de una gran obra literaria -no te gusta, es mala, no emociona, no se parece en nada al texto original- la película me cautivó. Está muy bien ambientada, muy bien elegidos los actores y contada sin faltar el dramatismo y las dosis de realidad, entre ellas la de la hipócrita y puritana sociedad neoyorquina de mediados del XIX que tan poco tiene que ver con la modernidad que caracterizó no tantos años después a esa ciudad incomparable. 

No había leído nada más que algún breve ensayo antes de afrontar la lectura, hace unos días, de La solterona, un texto magnífico que si bien no llega al nivel de La edad de la inocencia, alcanza una elegancia en la prosa y en el planteamiento de las emociones y el acontecer vital de las mujeres en la sociedad del XIX que nos deja una sensación gratificante y amarga al mismo tiempo.

Gratificante porque somos capaces de ver y de entender un periodo histórico fascinante, en esa transición a la industrialización y a la modernidad a través de una prosa brillante durante cuya lectura puedes sentir la opresión, ver a la solterona Charlotte, encogida, crispada y altanera a un tiempo, rodeada de la locura provocada por una madurez llena de reproches y contención.


Amarga, ya que la tragedia personal de una madre soltera que ha de ocultar su estado acaba creando una trama delirante de mentiras, secretos, enrevesados avatares hasta el punto de negarse a sí misma y para siempre Charlotte su condición de madre, sus sentimientos amorosos hacia la hija, que presta hacia ella la atención que se le daría a esa tía soltera sin experiencia que nos abraza, amorosa, mientras nosotras solo queremos liberarnos y escapar del olor a naftalina y moho que desprende su cuerpo.

Pocas experiencias literarias me han resultado tan emotivas como esta, que me lleva a las lecturas galdosianas, a Fortunata en su pérdida de la maternidad debido también a una sociedad pacata e injusta, tan provinciana como la que presenta Warthon en su novela. Las mujeres "honradas" eran las únicas que podían permitirse disfrutar plenamente de sus bebés y de su experiencia como madres. El resto solo tenía dos opciones, o hacer desaparecer el bebé antes del nacimiento con riesgo grave de su propia vida o tenerlo y entregarlo en adopción o a un miembro de la familia que sí hubiera contraído matrimonio y por tanto estuviera en situación de criar un bebé.

Los tiempos han cambiado y leer esto despierta unas ansias enormes de justicia, de la que le debemos a tantas mujeres desarraigadas de sus criaturas, de tantas a las que despectivamente se ha denominado "solteronas", como si su elección fuera una tara y no un privilegio, una liberación que las mantenía alejadas de los dominios del hombre y dueñas, ellas sí, de su vida, sin intermediarios que las obligaran a aparecer bellas sin más y con el único fin de ser expuestas como trofeos.




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