Una de las primeras tardes de agosto de este verano, tomando una cerveza en La Fugitiva, un café-librería que adoro, y antes de entrar en los cines Doré para liberarme del calor, observo el interior de este lugar que me trae recuerdos antiguos de tardes entre estanterías durante los años de Facultad.
Dábamos vueltas en la librería de la Autónoma y escogíamos los párrafos preferidos de entre los libros, los textos más hermosos que nos recomendaban nuestros profesores, aparte de las lecturas obligatorias en las diferentes asignaturas literarias. Muchas veces compraba los volúmenes por el olor, el de las páginas nuevas, por una bonita portada, la textura del papel, y me quedaba en el prólogo de uno, a lo mejor, hasta que tres meses después lo rescataba de la estantería y lo leía por fin de un tirón entre emociones diversas.
No volverán los años de universidad entre los libros, husmeando en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, del CSIC, en la Biblioteca Nacional... Todos esos lugares silenciosos que ocuparon mis horas de estudio y de meditación y buena charla, por supuesto. Si hay algo mejor que las bibliotecas es el espacio de descanso que las completa, donde hablar y relajarse.
Entre cigarrillo y café, el estudio. En las pausas, la conversación. Una vez que me sentaba a estudiar, estaba deseando levantarme y volver a charlar con alguien sobre este o aquel autor, sobre la picaresca o el romanticismo, sobre Cervantes y su concepto de la libertad, acerca de Galdós y sus entrañables personajes, casi de carne y hueso para mí.
Me hice socia del Círculo de Bellas Artes. Me encantaba la biblioteca de sillones de cuero y sillas ajadas rodeando los pupitres, iluminados individualmente por una luz acogedora. La mayoría de los usuarios eran viejos que dormitaban en las butacas y opositores de Derecho, que estudiaban tochazos de hojas aburridas. Venían de otro mundo y no entendían mi despliegue de volúmenes literarios en la mesa de madera, que yo intentaba ordenar para poder organizar a un tiempo mi conciencia de estudio, que buscaba un espacio de trabajo limpio que no reflejara el desorden de pensamiento que me aquejaba.
En esta biblioteca, de vez en cuando levantaba la cabeza y me encontraba con unos ojos negros redondos y enormes que me miraban fijamente con ternura. Eran los de un opositor con algo más de imaginación que sus compañeros de estudios pero con obsesión en su tarea y su objetivo, lo que hacía casi imposible mantener una conversación interesante sin pausas, en las que se quedaba abstraído pensando en el siguiente tema, probablemente de Derecho Penal, que le traía loco. Lo amé un tiempo, pronto me cansé.
Las bibliotecas son buenos lugares para conocer personas maravillosas. Una amiga conoció a su futuro marido en una de ellas, en esos descansos del cigarrillo que unen tanto. Ahora que ya no se fuma en espacios cerrados (yo ya ni fuera) las puertas de los bares, cines, teatros y bibliotecas se han convertido en punto de reunión y conocimiento, en lugar de conversación hasta que el pitillo se consume. Además, siempre está la posibilidad de encender otro al rato y continuar charlando si ha habido química y son necesarias más horas con esa persona.
Mi lugar entre los libros siempre ha sido acogedor, hiciera frío o calor. De pie frente a una estantería llena de libros olvido el cansancio y solo veo esas hojas llena de esperanzadoras nuevas lecturas que me engancharán u odiaré. De nuevos personajes que si están bien descritos pasarán a mi mundo personal plagado de irrealidades que hago reales con la imaginación y que pasan a la lista inevitable de la memoria literaria.
Las librerías me evocan siempre días y lugares maravillosos, de recogimiento y fiesta interior. Las bibliotecas, una vida cómoda de estudio en la que solo importaba aprender y saber. Las bibliotecas me adormecen. Sueño que de nuevo tengo todo el tiempo del mundo para habitarlas.
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