martes, 16 de diciembre de 2014

De cuando cogí el hábito de leer los comienzos

Si algo me gusta de husmear en librerías es quedarme de pie leyendo esas primeras páginas prometedoras en las que si no se adivina talento o emoción dejo de nuevo en la mesa de novedades o en la estantería de donde cogí el volumen para echar un vistazo.

 Sin esa previa criba sería imposible hacer una compra en condiciones. Sí, sé que hay editoriales maravillosas que editan impecablemente y que provocan que queramos tener cada nuevo volumen que sacan a la luz. Pero eso es imposible ya no solo por la cantidad de dinero que habría que gastar al mes, sino por el tiempo del que habría que disponer. De este modo, es una fantasía que implicaría un cambio en el orden del mundo, de las horas que tiene un día, de nuestra condición humana que nos obliga a dormir y a descansar antes de seguir viviendo y gozando y en consecuencia leyendo.

Sumado al tiempo que no sobra está también el que a veces no me apetece dedicar a visitar la librería que frecuento porque el día está nublado o acabo de desayunar y me he levantado con ganas de ojear desde mi iPad esas novedades que me acechan, tentadoras, cada semana.

En mi lista de pendientes voy sumando desde que acabó el verano, Canadá, por supuesto (mi querido Ford siempre presente), la última novela de McEwan, a la que también le dedicaré espacio aquí en su momento en cuanto consiga hacerme con el libro y encontrar el tiempo para leerlo, y muchos otros con los que ahora no voy a aturdiros, su momento tendrá cada uno.

El fenómeno sobre el que me gustaría reflexionar hoy no es el de un autor o su obra sino el que las editoriales, a través de la red, han llevado a mi modesto apartamento cada mañana en la que me asomo a su página de novedades. La oportunidad de leer las primeras quince o veinte páginas de casi todas las obras que se editan actualmente me parece casi tan mágico y revolucionario como el propio medio por el que puedo hacerlo. 

Esta tableta, un portátil o incluso el ordenador de sobremesa de toda la vida es capaz de hacer el milagro. Lo enciendes, te conectas, entras en la página de la editorial y lees, sueñas y decides si compras o no el libro (esto ya casi lo de menos). Ya no hay pereza en la ida a la librería y, además, una vez allí, aprovecharás para echar un vistazo más a fondo a otras obras con las que quizá no topaste en la web y que podrás oler a tu gusto sin pantallas de por medio, solo nariz con papel.

Mi última lectura de inicio ha sido esta mañana, temprano, cuando apenas había amanecido, y me he topado con Las chicas de campo, de Edna O'Brien, que Errata Naturae, una de mis deliciosas pero caras editoriales favoritas, ha publicado. Una lectura irlandesa que me ha vuelto loca y me ha impacientado. No he salido corriendo a comprar la obra porque otras me ocupan, pero el sabor de las primeras páginas, qué menos, me ha dejado el estado perfecto para desear leer y leer sin parada esta noche de sábado.


La idea de poder disfrutar online esas primeras páginas de una obra abren el apetito a la lectura, al mundo, y deberían potenciarse más entre los jóvenes a los que queremos inculcar un hábito a veces a golpe de martillo. Démosles a probar los comienzos de las mejores obras. Esforcémonos en buscarles el material, no nos empecinemos en que lean al completo, y con sólo 16 o 17 años un Quijote que no por experiencia vital ni por afinidad cultural van a comprender. Entreguémosles lo que buscan. De moda está el microrrelato, ¿por qué no hacer micronovela de esos comienzos magníficos?

Yo me apunto. Es un hábito mañanero maravilloso y una forma de saber qué se está publicando y de qué modo escribe un escritor concreto. No hay mejor reseña ni sinopsis que valga frente a esas benditas veinte primeras páginas. No hay mejor manera de entender de qué modo pueden los libros cambiar el mundo y trastornarnos de repente una mañana que leyendo.



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