martes, 16 de diciembre de 2014

Sola entre la multitud

Enlazando con lo escribí hace poco, pienso en esos momentos que me llevaron a la inspiración y, por tanto, a la escritura.

Dicen que cuando leemos nos reinterpretamos, como cuando viajamos, porque –supongo– es una inmersión en algo nuevo que nos transforma de algún modo. Decía Cees Nooteboom que "Quien viaja no solo descubre un entorno nuevo sino que aprende a conocerse de nuevo a sí mismo". Esos viajes hacen que elijamos qué somos o quiénes queremos ser. De todas las posibles biografías, elegimos siempre una porque no queda más remedio. Para un escritor son muchos los caminos a escoger tras la lectura o durante ella, tras la vida o mientras vive y siente. A lo largo de la vida de un escritor y de cualquier persona, en realidad, hay muchas biografías posibles.

Pienso en las creaciones de otros que me llevaron a producir las mías. Y así, me traslado al momento en que vi por segunda vez La edad de la inocencia y descubrí que la voz que narraba era exactamente la que yo estaba buscando para mi segunda novela. La cadencia, el tono, todo encajaba con mi búsqueda de la voz del narrador, fundamental para poder arrancar con la historia que tenía escrita en parte en mi cabeza.

Son esos momentos tan intensamente gratos, que por un instante puedes llegar a pensar que alguien más allá del mundo conocido te ha echado una mano y ha decidido regalarte  la idea, la circunstancia de estar juntos tú y tu inspiración para hacerte feliz.

Muchas otras ideas han surgido también de pequeñas cosas, no ha tenido que haber un gran viaje de por medio que me cambiara la vida ni una obra de arte que sugiriera una nueva creación literaria por mi parte. Cómo desoír la imagen de ese ser tan querido que me mira con auténtico amor un día cualquiera, ni mejor ni peor que los demás. Cómo no inspirarse con las risas de una tarde otoñal en el Retiro, casi anocheciendo, una tarde nostálgica, ocre pero feliz, en la que el tiempo parece haberse detenido.

Me siento entonces confortablemente en mi interior y me pongo a pensar, y con ello viene una paz inmensa que me desborda y vale, con creces, lo mismo o más que un viaje.

Hago caso a mis impulsos creativos. Ya sí. Antes divagaba y, si había un atisbo de algo bueno que escribir, lo podía dejar escapar sin darme cuenta, por pereza, cansancio, por falta de costumbre.

Ahora sé que el germen de ese algo bueno es la combinación de tantas cosas… Una conversación, una relación amorosa, un viaje, una anécdota contada por otro, una muerte repentina. En cualquier caso, hay un punto en el que ocurre esa explosión dentro de uno y, como en una cámara acorazada, me quedo protegida del mundo exterior, únicamente mi mundo y yo atrapados en estas cuatro paredes que conforman mi interior.


Es divertido estar así con uno mismo, y cómo no, acabamos conociéndonos un poco mejor. No sé si esto es  bueno o malo, pero es lo que objetivamente ocurre. Muy malo no debe de ser cuando lo que provoca es un sentimiento parecido a la felicidad. Como escribe Foenkinos en La delicadeza, “En la felicidad siempre llega un momento en que uno está solo entre la multitud”. Y si has sentido esto, es que seguramente sepas lo que es la felicidad.

Para mí, la creación es algo cercano a esto, no puedo expresarlo de mejor modo. Mis momentos especiales de escritura se producen a costa de estar solo, pero a quién le hacen daño unas pocas horas de soledad para escucharse.




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