Enlazando con lo escribí hace poco, pienso
en esos momentos que me llevaron a la inspiración y, por tanto, a la escritura.
Dicen que cuando leemos nos reinterpretamos, como cuando
viajamos, porque –supongo– es una inmersión en algo nuevo que nos transforma
de algún modo. Decía Cees Nooteboom que "Quien viaja no solo descubre un entorno nuevo sino que aprende a conocerse de nuevo a sí mismo". Esos viajes hacen que elijamos qué somos o
quiénes queremos ser. De todas las posibles biografías, elegimos siempre una
porque no queda más remedio. Para un escritor son muchos los caminos a escoger
tras la lectura o durante ella, tras la vida o mientras vive y siente. A lo
largo de la vida de un escritor y de cualquier persona, en realidad, hay muchas
biografías posibles.
Pienso en las creaciones de otros que me llevaron a producir
las mías. Y así, me traslado al momento en que vi por segunda vez La edad de la inocencia y descubrí que la voz que narraba era
exactamente la que yo estaba buscando para mi segunda novela. La cadencia, el
tono, todo encajaba con mi búsqueda de la voz del narrador, fundamental para
poder arrancar con la historia que tenía escrita en parte en mi cabeza.
Son esos momentos tan intensamente gratos, que por un
instante puedes llegar a pensar que alguien más allá del mundo conocido te ha
echado una mano y ha decidido regalarte
la idea, la circunstancia de estar juntos tú y tu inspiración para
hacerte feliz.
Muchas otras ideas han surgido también de pequeñas cosas, no
ha tenido que haber un gran viaje de por medio que me cambiara la vida ni una
obra de arte que sugiriera una nueva creación literaria por mi parte. Cómo
desoír la imagen de ese ser tan querido que me mira con auténtico amor un día
cualquiera, ni mejor ni peor que los demás. Cómo no inspirarse con las risas de
una tarde otoñal en el Retiro, casi anocheciendo, una tarde nostálgica, ocre
pero feliz, en la que el tiempo parece haberse detenido.
Me siento entonces confortablemente en mi interior y me
pongo a pensar, y con ello viene una paz inmensa que me desborda y vale, con
creces, lo mismo o más que un viaje.
Hago caso a mis impulsos creativos. Ya sí. Antes divagaba y,
si había un atisbo de algo bueno que escribir, lo podía dejar escapar sin darme
cuenta, por pereza, cansancio, por falta de costumbre.
Ahora sé que el germen de ese algo bueno es la combinación
de tantas cosas… Una conversación, una relación amorosa, un viaje, una anécdota
contada por otro, una muerte repentina. En cualquier caso, hay un punto en el
que ocurre esa explosión dentro de uno y, como en una cámara acorazada, me
quedo protegida del mundo exterior, únicamente mi mundo y yo atrapados en estas
cuatro paredes que conforman mi interior.
Es divertido estar así con uno mismo, y cómo no, acabamos conociéndonos
un poco mejor. No sé si esto es bueno o
malo, pero es lo que objetivamente ocurre. Muy malo no debe de ser cuando lo
que provoca es un sentimiento parecido a la felicidad. Como escribe Foenkinos
en La delicadeza, “En la felicidad
siempre llega un momento en que uno está solo entre la multitud”. Y si has
sentido esto, es que seguramente sepas lo que es la felicidad.
Para mí, la creación es algo cercano a esto, no puedo
expresarlo de mejor modo. Mis momentos especiales de escritura se producen a
costa de estar solo, pero a quién le hacen daño unas pocas horas de soledad
para escucharse.
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