martes, 21 de enero de 2014

Leer para sobrevivir

No recuerdo todos los detalles de mi primer encuentro con Mankell, solo sé que desde el primer título que leí (creo que fue El hombre sonriente o Pisando los talones) me quedé enganchada no tanto por la prosa como por las tramas. Quería saberlo todo de esos seres despiadados, asesinos en serie, en muchos casos gente corriente que podría estar conviviendo con nosotros. Y entonces, además, no era muy común que uno leyera una novela policiaca que se desarrollara en los desolados paisajes blancos suecos. El desaliento de la trama aumentaba con el silencio implícito al lugar, con la nieve.

Después Mankell te adentraba en los primeros capítulos describiendo los últimos movimientos de la víctima antes de que el asesino le segará la vida, o en la tarea cotidiana y común del asesino, lo que hace cuando no mata, por decirlo de un modo sencillo. Ese primer o primeros capítulos de sus novelas abren una infinidad de posibilidades, sugieren, intrigan y nos dan pistas para seguir y no parar hasta el final.

En resumen, esto es lo que me fascinó de Mankell cuando lo descubrí en los 90. Desconocía, sin embargo, su etapa africana, su convivencia de autor policiaco con cuentista casi infantil, con cronista de la África en la que vive y adora. No lo imaginaba tampoco escribiendo y dirigiendo obras teatrales en este continente. Y lo último que podía esperar de un autor tan encasillado en mi cabeza en el género policiaco, era que estuviera profundamente interesado en la sociedad africana, en su supervivencia, en sus costumbres, en su particular y terrible lucha contra el sida.


Como señala Desmond Tutu en el prólogo a Moriré pero mi memoria sobrevivirá -Una reflexión personal sobre el sida-, Mankell ha intentado acercar dos continentes tan distintos como Europa y África para una comprensión cultural de las gentes de ambos mundos. Por ello se le concedió en 
2004 el Premio a la Tolerancia en Alemania. 

Mankell describe en la obra, de un modo entre poético y realista, la historia de Cristine y su hija Aida. Cómo la pequeña planta un mango en un rincón del huerto africano, bien protegido para que no se lo coman los cerdos. En este acto simbólico del crecimiento de la vida, la niña parece querer contrarrestar la muerte que acecha en su madre infectada por el virus del sida. En medio, numerosas anécdotas durante el viaje a través de cuya narración Mankell reflexiona sobre la peor pandemia de los últimos años. Por qué unos mueren y otros se curan por el simple hecho de haber nacido en lugares de la tierra diferentes. Por qué es tan importante la educación en la superación de la enfermedad. Cito: "Aprender a leer y escribir [en África] es aprender a sobrevivir. Porque, si no, ¿cómo puede uno informarse de cómo se contagian las enfermedades?". Qué cierto.

Los denominados "libros de recuerdos", a través de los cuales los enfermos del sida dejan memoria de su vida a sus seres queridos para que estos los recuerden cuando hayan muerto, son el ejemplo gráfico de lo terapéutico de narrar, de contar. Uno está vivo cuando puede contar cómo ha vivido, estoy convencida de ello. Y en caso de no saber escribir, como menciona Mankell que sucede en muchos casos en África, siempre están los objetos, las fotografías, una Polaroid para cada enfermo con la que pueda improvisar y detener el tiempo inmortalizando la imagen que le resulté más elocuente, explicar quién es a través de las fotos, del bichito aplastado contra el papel, de la hoja de un árbol concreto pegada en una página del cuaderno junto a una foto. Dice tanto de uno lo elegido para que permanezca... La foto de un momento y no de otro parecido, de un rostro concreto. 

Hay muchas maneras de comunicar, no solo la palabra es el medio. Los enfermos ven aliviados en parte sus sufrimientos gracias al periodo de elaboración de su libro de recuerdos, el que sus herederos leerán como un legado mágico para conocer de dónde proceden. El que quizá en el futuro sea memoria de toda la humanidad y sea lo único que nos sobreviva.


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