sábado, 8 de febrero de 2014

El inspector que vino del frío


Como amante y fan del personaje de Kurt Wallander no pude acabar mejor el año que adquiriendo la última novela protagonizada por el inspector y escrita por Henning Mankell, ese autor sueco, yerno de Bergman, el cineasta, y habitante, durante años, de África, donde descubrió su otra mitad y el lado más cruel del hombre, la humanidad despiadada. Su librito sobre el sida en el continente africano y su serie de novelas juveniles y adultas desarrolladas en África lo demuestran.

Mankell no inventó historias para su inspector, humano y creíble, y mitad él mismo, sino que tuvo que crearlo para poder contar esas historias que se anticiparon a los hechos reales que en muchos casos sucederían años después. Estas y otras reflexiones se reúnen bajo el título "Posfacio. Cómo empezó, cómo acabó y lo que ocurrió entretanto" en el último caso protagonizado por el inspector Kurt Wallander que acaba de publicar Tusquets. 

Lo que en el inicio fue una historia escrita únicamente para una editorial neerlandesa, se ha publicado ya al castellano. En esta novela, mucho más breve que las anteriores, el tiempo de la narración no coincide con el orden de publicación. Este nuevo caso se desarrolla entre octubre y diciembre de 2002, es decir, ocho años antes del tiempo que sucede en El hombre inquieto, de 2010, en el que nuestro querido inspector ha conseguido por fin tener la casa en el campo y el perro que toda su vida quiso.


Es emocionante sentir como en Huesos en el jardín, leída en estos días fríos de invierno -lo que me ha hecho sumergirme en esa Escania desoladora en los meses más duros del año e imaginar con mayor realismo cómo tiene que ser vivir allí y resolver casos atroces o escribir novelas- el inspector aún no sabe lo que nosotros ya sabemos que conseguirá, que su sueño de la casa se hará realidad años después. 

El agotado inspector vive en este nuevo episodio de su vida con su hija Linda en una extraña convivencia entre padre e hija, en la que los celos y las discusiones los asemejan a una pareja que  llevara años de relación, sin aguantarse pero sin dejar de necesitarse.


Con ese autoanálisis que caracteriza al personaje del inspector, este se pregunta cuándo cambiará su vida, si realmente lo hará algún día y de qué modo ocurrirá. De nuevo, el pensamiento sobre la soledad y la vejez. Hay una preciosa reflexión cuando el inspector visita a una mujer de edad avanzada a la que ha de interrogar con motivo del caso que lleva entre manos en ese momento: "Tenía la cara surcada de profundas arrugas que se hundían en la piel. Wallander pensó que era muy hermosa. Como el tronco de un árbol añoso. No era la primera vez que pensaba algo así. La idea lo sorprendió por primera vez mientras observaba el rostro de su padre. Existía una belleza que sólo la senectud podía otorgar. La vida entera podía leerse en los surcos de una cara". 



Me pareció profundamente conmovedora la reflexión del inspector, que empieza a plantearse su propia vejez, ese asomo de vida en lo que parece el fin y es el compendio. Es como si a partir del descubrimiento uno hubiera empezado realmente a hacerse mayor. ¿Y no es así? Qué mejor prueba de madurez que la del momento en la que observamos con serenidad y respeto la vejez y nos conmueve.

Es en este tipo de pasajes de las novelas del inspector donde Mankell despunta como narrador de lo cotidiano, como observador de una realidad del norte de Europa que es también la nuestra. No nos habla de hechos insólitos, aunque sí terribles y espeluznantes pero no por ello imposibles. 

Mankell nos ha enseñado, a través de los casos mostrados, una forma de ver el mundo y un análisis del alma humana. A los que amamos las novelas de detectives nos apasiona saber qué se esconde detrás de esas mentes perturbadas o criminales que cometen los actos más horribles. Seres que se encuentran junto a nosotros, en la cola del supermercado, en la butaca del cine, junto a la nuestra, dirigiendo un país... Esa es la empatía que la novela de detectives tiene con el lector. 


Mankell añadió, en un momento en el que no existía en nuestro país otro referente, la nieve sueca, el silencio perturbador, a sus escenas criminales, y esto nos sobrecogió doblemente a los de este lado de Europa de climas más apacibles. Ahora, después del boom de la narrativa sueca y nórdica de detectives, Mankell sigue siendo, sin embargo, el primero que nos conmovió, por el que conocimos las eternas noches heladas y el tuteo sueco aunque trates con desconocidos o personas mayores. Fue el que nos introdujo en un paisaje y una sociedad desconocida completamente para muchos de nosotros, con unas reglas, una forma de amar y de comportarse muy diferentes a las nuestras pero con el denominador común del criminal social, el mismo en ambas culturas, y los sentimientos de bondad, maldad y miedo a la muerte idénticos. 

Mi querido inspector Wallander, venido del frío, agotado por los excesos, con una diabetes que lo hace vulnerable y más tierno a nuestros ojos. El que ama ya tarde, el que vuelve a la tristeza de su piso y se abotarga en la soledad con una botella de vino y despierta en mitad de la noche con una idea para la resolución del caso, con una pista quizá únicamente. El susceptible que llora y reflexiona sobre un rostro poblado de arrugas y que aún recuerda a su padre, el pintor que pintaba urogallos. Ese es Kurt, Kurt Wallander, un nombre elegido por Mankell al azar en la guía telefónica el día en que lo inventó para nosotros y a través del cual nos contó su visión del mundo.

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