domingo, 23 de febrero de 2014

Los espectros que nos hablan

Hay libros que poseen el don de emocionar una parte de nosotros que normalmente no queremos descubrir porque es la que marca los momentos de nostalgia y añoranza de lo que fue.

Leo Manazuru -subtitulada Una historia de amor- durante estos días y me encuentro con los fantasmas y las presencias nada tenebrosas que solo los creadores japoneses son capaces de reflejar.

Seres del más allá que caminan junto a nosotros para enseñarnos quiénes somos y quiénes fueron ellos y son ahora. Apariciones que no dan miedo porque parecen formar parte de nuestra vida y nos acompañan y nos dan pistas de qué hacer, hacia dónde dirigirnos.

Pero la novela no es un texto de fantasmas, o no del modo que podría imaginarse. Es una novela de ausencias, de desapariciones e intuiciones, del crecimiento de una niña y de un olvido. Es una historia de amor que termina bruscamente.

Una mujer es abandonada por su esposo. No deja señales, desaparece simplemente un día y no vuelve. 



La novela comienza años después, cuando Kei y su hija adolescente Momo, que era un bebé cuando su padre desapareció, viven más o menos plácidamente en Tokio junto a la abuela de la niña. Las tres componen escenas cotidianas hermosísimas, portadoras como son de tres generaciones. Esta frase describe a las tres mujeres preparando gelatina: Las manos que manipulan la comida, las arrugadas, las lisas y las que empiezan a perder firmeza, se rozan entre sí, se separan y se sobreponen.

Los hombres son la gran ausencia en la vida de las tres mujeres a pesar de la aparición ocasional del amante de la madre, un hombre casado que no quiere comprometerse con ella. De vez en cuando una presencia se cuela en la realidad de la protagonista e incluso de la hija, quizá el padre ausente que vuelve. Otras veces es una mujer la que acompaña a Kei y le enseña cómo ha de ver las cosas para olvidar y enterrar definitivamente al marido desaparecido. 

Manazuru es una especie de pueblo fantasma que actúa como el paisaje irreal donde la mujer acude para encontrar respuestas a su propia vida. Similar a la Comala de Rulfo, en la que los espectros se relacionan con los vivos de un modo casi natural. 

Hiromi Kawakami, de nuevo no pasa desapercibida ante mis ojos. Como en El cielo es azul, la tierra blanca, hay algo indescriptible que despierta los recuerdos del lector y que traza un paisaje, un recorrido, que describe de un modo sencillo, poco florido en estilo pero con fuerza y determinación, sin ambages. 


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