Pensar en Ana María Matute es para mí como pensar en la
amada madre de la infancia, la mujer de pelo cano que mi madre verdadera
adoraba y cuyos libros me regalaba, incluso algunos tan poco infantiles como Los niños tontos, que llegó a mis manos
como un extraño que se atrevía a ahuyentar
a los de mi especie con su solo título. Esos niños que, es verdad, una vez leído el
libro, eran estúpidos y se encontraban perdidos en aldeas de posguerra y hambre
y entregados a una naturaleza despiadada y al desafecto del analfabetismo que
nos aleja de la humanidad más básica.
Llegaron El polizón
del Ulises y Solo un pie descalzo,
que me conmovieron hasta el extremo, que me hicieron viajar por el libro y oler
sus páginas de la edición de Lumen hasta aún muy mayor. Siempre eran sus
historias algo más que cuentos infantiles, dejaban un poso trágico para que ya
de pequeños supiéramos que la vida no siempre era perfecta, aunque fuéramos
niños.
La conocí finalmente hace unos pocos meses, en la entrega del Premio Primavera de Novela. Me cogió fuerte de la mano mientras yo le expresaba mi admiración. Era frágil y pequeñita y tenía ojos dulces de agua, como si acabara de ver algo maravilloso que le hubiera dejado la nostalgia de perderlo en la mirada. Me susurró varios gracias, me escuchó y se alejó despacito de la mano de la persona que había de ayudarla a caminar.
Escribo esta triste mañana de miércoles estas letras fuera de casa, pero cuando llegue a mi refugio, ya tarde, iré a la estantería a ojear los libros de Ana María, como hago cada vez que uno de estos amados escritores míos muere. No hace muchos días lo hice con Gabo. Son esos momentos de condolencia en los que me acerco a sus obras, las cojo y las observo pensando quizá que con ello pueda dejarlos ir sin desconsuelo, o no tanto, deseándoles un buen viaje allá donde vayan.
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