A poco que lea, una línea, dos, tres, una página suelta hacia la mitad del libro, otra del final, las encuentro. No son ya, como antes, únicamente, las erratas típicas de un editor descuidado. Desde que comencé el curso de corrección de estilo para reforzar y renovar saberes, me asaltan los gerundios mal empleados, los verbos que no existen o que no significan lo que creíamos por mal uso y costumbre.
Este julio en el que yo esperaba disfrutar a pierna suelta
de mis lecturas, me asaltan, incluso entre mis autores más venerados, los
errores en la expresión de las ideas, que es mucho peor que cuando me asaltaba
un error ortotipográfico. Este es más previsible, lo veo venir, y no interrumpe
demasiado mi concentración en la lectura. Pero el error de estilo –mal
llamado de estilo, cuando el estilo no se toca, pero así lo llamaron y así se
quedó– es ladino y se hace pasar por quien no es, se introduce entre mis textos
para ver si me doy cuenta de que está, y estos días, que estoy muy sensible a
la aparición de uno de ellos, los veo por todas partes, no se me escapa ni uno,
y ellos sí hacen mi lectura más lenta y la llenan de interrupciones que me
entretienen durante unos minutos, mientras leo y releo una frase para confirmar
el error y, en consecuencia, su posible corrección para hacer más claro el
texto.
Soy muy afortunada por mis lecturas y por mis libros, somos
afortunados de que alguien haya escrito para nosotros, pero aún lo somos más
por los que se encargaron de revisar, de corregir esos libros para nosotros, por
los que eligieron –elegimos– este oficio, que sigue sin estar bien pagado a
pesar de la obligada preparación y formación necesarias, y de la concentración extrema que
requiere. Y así, van pasando las horas, las erratas y los días, y el oficio, de
momento, continúa. Soy muy feliz leyendo. Soy muy feliz corrigiendo para que
leáis mejor.
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