Las ganas de escribir entran cuando lees, como las de comer cuando cocinas. Es muy frecuente que me pase, lo de querer escribir después de leer a un autor que me enriquece y que en cada nueva obra me hace sentir como si fuera aún esa niña soñadora que durante las tardes de verano se sentaba en el jardín a leer después de unas horas de piscina. El pelo todavía mojado, los ojos cegados por el sol, que aún picaban durante la lectura. Entonces todavía no llevaba las gafas de las que me deshice, por cierto, hace ya más de diez años cuando me operé de miopía, una de las mejores cosas que he hecho en mi vida. Los veranos con gafas son terribles. El sudor, el calor, el no ver mientras buceas o nadas, el no encontrar la sombrilla cuando sales del mar.
Pero a lo que voy, que no quiero desviarme demasiado. Esta tarde evocadora, evoco esas otras tardes infantiles porque mi última lectura me recuerda al gusto que por aquellos años empezaba a crecer en mí de la novela realista con cierto drama y romanticismo centrada en la descripción psicológica de los personajes. No estoy hablando de Galdós, aunque podría ser, sino de Henry James, que tanto en su faceta terrorífica (en mi favorita
Otra vuelta de tuerca) como en la realista, de autor " personaje", me apasiona. Esta vez es
Washington Square la elegida, una novela breve, perfecta para mis tardes de piscina y para la penumbra del sofá tras la siesta.

La poco agraciada protagonista de este drama, una futura heredera que se ve conquistada por un joven cazafortunas en el Nueva York decimonónico, apenas reconocible en las descripciones, es la mujer que aparece una vez terminamos la lectura en nuestra imaginación, pues es tan real, tan posible en su expresión del amor y de la soltería, del ansia de ser amada, que sentimos que la habremos de conocer si la vemos, que aparecerá en cualquier momento en nuestras vidas.
El talento de Henry James para mantenernos enganchados a las buenas tramas que construye, unido a su peculiar forma de narrar, como si todo lo sucedido fuera inevitable y él, narrador y escritor, no tuviera más remedio que contarlo, hacen que siempre me recuerde a esas tardes de lectura absrorbente de la infancia en las que a pesar del picor en los ojos, del calor y del cloro, no podía dejar de leer.
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