lunes, 1 de diciembre de 2014

El sol de los Scorta

Hay libros que llegan a nosotros del modo más casual, otros son un regalo que al desenvolver nos llena de dicha. Y los hay que son regalo sin envoltorio, esos que acaban en nuestras manos cuando acompañábamos al novio, la amiga, la madre y nos dijo, "toma, te lo regalo". Y con el ejemplar en las manos se acercó a la caja y lo pagó y a veces hizo la broma de pedir que lo envolvieran y aun sin haber salido de la librería nos lo dio para que lo tuviéramos ya, que ya era nuestro.

Hace unos días vivo justo esto con mi hermana. Elige ella un par de títulos, me dice que me regala uno, que elija yo el que quiera, como hace años hacía mi hermano pequeño y me llenaba de dicha pero también de angustia por el eterno dilema: qué me llevo. Le digo a mi hermana esta vez que elija ella. Tiene buen gusto y qué mejor que el otro escoja por nosotros cuando nos fiamos de sus lecturas. Coge El sol de los Scorta, de Laurent Gaudé, pide que lo envuelvan y me lo da antes de salir de la librería. He visto en sus ojos una luz cuando lo ha elegido y me estremezco de gusto pensando en qué ocultará el libro que lo hace tan especial. 


Estos días lo leo. Con la luz de noviembre, que está en Madrid más cerca de la primavera que del otoño, avanzo entre las páginas que casi he terminado y me han conmovido y entiendo ya el porqué de la recomendación, de la elección del libro. La historia trata de la vida y de lo que legamos, de cómo se transmite de generación a generación lo aprendido y lo vivido, que es lo que nos diferencia de los animales, comenta un personaje en la obra. Hay un viaje a Nueva York, a la isla de Ellis, en realidad, así que doy por supuesto en parte el regalo, el porqué de tan grata lectura elegida para mí, que acabo de visitar la ciudad, cuyo Museo de la Inmigración, en la isla de Ellis, me ha impactado especialmente.

La familia italiana de la que se habla en la novela tiene una parte de su pasado en Nueva York, pero no hay que irse tan lejos, podemos quedarnos en la Apulia, donde se desarrolla la novela en Italia, para que surjan los secretos de familia bien guardados, las infidelidades, los errores, los deseos. La vida, en definitiva. Hay un momento espléndido en la novela en el que uno de los personajes pide a sus amados hermanos, reunidos en un precioso día de verano, que transmitan lo aprendido, por poco que sea, a sus hijos, ya que él ha vivido poco:

Es probable que me muera en Montepuccio sin haber visto otra cosa del mundo que las resecas colinas de nuestra tierra. Pero ahí estáis vosotros. Sabéis muchas más cosas que yo. Prometedme que les hablaréis de ellas a mis hijos. Que les contaréis lo que habéis visto. Que lo que aprendisteis durante vuestro viaje a Nueva York no desaparezca con vosotros. Prometedme que cada uno contará una cosa a mis hijos. Una cosa que haya aprendido. Un recuerdo. Una vivencia. Hagámoslo los unos por los otros. De tíos a sobrinos. De tías a sobrinas. Un secreto que mantengáis guardado y que no contaréis a nadie más.


La novela es luminosa y está cargada de tragedia y de historia familiar, lo que me lleva a recordar El Gatopardo. Podemos sentir el sol, el calor del sur de Italia en nosotros aunque estemos en noviembre. Tiene este don el autor y el de hacer verosímiles a unos personajes que no son únicamente pintorescos seres del sur de Italia sino personas que pudimos conocer y que, como yo, pisaron Ellis antes de entrar en Manhattan. Es mi novela ahora, ya la he hecho mía. Y es que si algo tiene la literatura, la buena prosa, es hacernos creer que lo escrito se creó únicamente para nosotros.


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