domingo, 12 de junio de 2016

Cuando el mundo era hostil e incierto y no había engaño posible

Es única esa emoción que me produce el verano porque trae lecturas con calma, algo somnolientas tras largas siestas pegajosas, en noches de calor infernal en las que sólo se puede leer hasta que el cuerpo aguante y baje la temperatura o hasta quedarse dormido de agotamiento de lectura —¿existe un sueño más dulce?—. Así son las lecturas en el Madrid feroz de los meses veraniegos que ya está de nuevo aquí e invita al abandono en parques, sofás y camas, e incluso en suelos fresquitos.

La lectura de las últimas páginas de Los bosques imantados, de Juan Vicome ha pillado exactamente en una de esas tardes. No es verano aún, pero me he dejado llevar por el poder de un bosque y el fascinante personaje de un periodista en la Francia de la segunda mitad del XIX. Victor Blum, redactor en el periódico Le Siècle, decide destapar al que considera un estafador de almas cándidas, Locusto, supuesto experto en ocultismo, que acudirá al bosque de Samiel, donde cada 10 de julio tullidos y enfermos se reúnen para curarse con la energía que, supuestamente, desprende el bosque. Esta vez, además, habrá un eclipse que intensificará los efectos sanadores, dicen.

La novela arranca con la fuerza de esta historia. Hay algo en ella de libro de aventuras clásico, de lectura de juventud que devorábamos en dos asaltos. Avanzamos con su protagonista por la trama casi policiaca en la que sabemos que todo encajará finalmente porque estamos en manos de un narrador habilidoso que sabe cómo enredarnos hasta el punto de hacernos creer lo que finalmente no sucede. 

El talento del autor se percibe en gran parte en la elaboración del personaje principal, este periodista vegetariano, muy delgado, culto, atractivo, que desde el principio manifiesta su pasión por la literatura y recala en Verne. La obra rinde así homenaje a las novelas de aventuras en las que se enfrentan la ciencia y lo inexplicable. Como lectores, nos deslizaremos hacia uno y otro lado según nos convenga o por cómo nos convenzan los hechos. Víctor Blum inicia su viaje a Saint-Boffon acompañado de dos lecturas cuyo contraste marcará el camino al lector:

«Abrió el maletín que descansaba a su derecha. Extrajo dos volúmenes. Los sopesó. Uno en cada mano. 
    El primero de ellos contenía la última novela de Julio Verne, Alrededor de la Luna.
    En el otro ejemplar, más pesado, aguardaba un indigesto tratado que se había propuesto finalizar antes de llegar a su destino. Releyó el rimbombante epígrafe que presidía la portada: El magnetismo animal, desde Mesmer a nuestros días, así como sus aplicaciones prácticas, por Locusto».

El mesmerismo, el ocultismo, también el espiritismo, son una excusa para hablar de la búsqueda de un sentido, de la religión, de la fe, del poder y la fuerza de los mitos, de la necesidad de creer en algo. Y somos los lectores los primeros atrapados en esa espiral de creencias, pues somos los primeros a los que hay que convencer. ¿Será cierto el poder de Locusto? ¿Hay que confiar en los sueños bajo los árboles dentro del bosque de Samiel y en las premoniciones que portan las mujeres que aparecen en ellos? A pesar de que, como el protagonista, estamos más cerca de apoyar la razón frente a la magia y lo paranormal porque es a lo que nos encamina el narrador, no deja de haber momentos en los que la duda asalta, y así, el sueño de Victor Blum con las premoniciones de las tres mujeres al modo de las brujas macbethianas despierta interrogantes y nos arrastra a la fascinación que, queramos o no, sucede ante lo inexplicable. El deseo de creer aflora en la lectura y transforma hasta el espíritu más pragmático. 

Blum, el escritor frustrado que define el periodismo como el hermano bastardo de la literatura, cita a Shakespeare. Con una cita de Macbeth arranca el libro. No es casual. La tragedia del dramaturgo inglés se balancea entre los hechos reales y las visiones y alucinaciones, al igual que la novela de Vico, donde la realidad no se asienta porque hay mucho de irreal, hasta en el personaje más realista, el periodista Víctor Blum.

No existe en el texto esa luz de otra obra de Shakespeare, El sueño de una noche de verano, pero como en esa, sí hay engaño y confusión, ardid y juego. No hay calidez que al final nos conforte y nos anime. Las escenas —porque la novela tiene mucho de teatral y a veces da la impresión de estar asistiendo una representación y no leyendo—, son frías y duelen, incluyendo las aparentemente dichosas, que enseguida se cortan para pasar de nuevo al desasosiego. Hay cierto espanto ante lo que acecha, temor a lo desconocido y fantasmal, inquietud frente al crimen sin descubrir, certeza de los bosques imantados. Todo ocurre tan duramente que ni para el amor, cuando atisba, hay hueco. El mundo en 1870 sigue siendo oscuro mucho después de esa fecha. La guerra y el dolor destapan la superchería. La realidad histórica demuestra ser mucho más fuerte que cualquier engaño posible, y ante ella no es necesario destapar el fraude, él solo deja de existir.

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