domingo, 19 de junio de 2016

Las mujeres que quisimos ser Celia

A las mujeres que hemos leído a Elena Fortún y los libros de Celia nos une algo especial que recorre nuestras lecturas posteriores. Sin límites generacionales, hemos disfrutado de una autora que parece que da vergüenza reconocer que se ha leído porque no está en el canon ni en los grandes manuales sobre literatura. Estuvo casada con un militar y no hizo ruido. Escribió no solo literatura infantil, pero ha sido por la que la llegamos a conocer la mayoría. Las aventuras de Celia, una niña burguesa de clase más que acomodada que vive en el Madrid de la calle Serrano, la hicieron famosa.

El pasado viernes coincidí, en la presentación de un libro compuesto por textos escritos por  mujeres, con un grupo de autoras y lectoras que, como yo, se criaron con Celia. Inmediatamente se nos iluminaron los ojos y aquello nos unió y nos abrió las puertas a la conversación grata, a la descripción de cómo llegó Elena Fortún a nuestras vidas.

La casa de Celia era para las niñas de clase media u obrera como el castillo de la princesa del cuento. Igual de inalcanzable, leíamos con pasión y deseo de ser ella, de acercarnos a ese mundo de alfombras por donde correr sin ruido, enormes casas con mil escondites, madres delicadas que olían bien y te compraban cuentos y vestidos, juguetes y lazos, y padres cariñosos que te arropaban por las noches y te besaban en la frente.




A mí me regalaban cada día de Reyes y en los cumpleaños uno o más tomos de Celia. Desde el primero, Celia: lo que dice, cuando tenía nueve años, hasta que apareció Celia en la revolución, que me regalaron cuando tenía quince. Siete años maravillosos siguiendo la vida de mi heroína.

Este último volumen era raro, de tapas duras y la palabra «revolución» en su título. No era muy «Celia» aquello. Los quince años de ahora no eran como los del año 1987, así que yo era bastante infantil e impresionable. Lo suficiente al menos para que aquella nueva lectura me afectara. Celia había cambiado ante mis ojos, se había transformado en una adulta extraña a la fuerza. Como el libro de tapas duras frente al resto de la colección, la protagonista no era ya la misma y no sabía si me gustaba lo que estaba leyendo. Ya en Celia madrecita había llorado, muchísimo, cuando leí: «En el otoño murió mamá…». Fue el primer palo para las que leímos a Celia, el primer trauma vivido con ella. De repente la niña bien de la calle Serrano sufría. Nuestra heroína intocable vivía la dureza de la muerte de la madre, que era para ella como un hada. Así la describe Celia, como un ser de otro mundo.

Es fundamental la imaginación de Celia, la fantasía desbordante que acompañaba la nuestra. Nos impulsó a leer y a escribir, desató nuestra creatividad. Ella lo hacía. Los mismos cuentos de hadas que leía Celia los leía yo. Ese diario que empiezas de niña, también lo escribía yo emulando a Celia. Así fuimos creciendo con ella. Y de pronto llegaba la realidad a la vida en el papel, la realidad que no queríamos en nuestras vidas como para quererla en la de nuestra heroína. Ahí sufrimos el choque. Celia se personificó, se humanizó ante nosotras y nos hizo frágiles estampándonos en el mundo de verdad.

En Celia en la revolución ya me sentía adulta, ya había crecido y había superado los cuentos de hadas, pero la ilusión de leer a Celia permanecía. El libro fue un jarro de agua fría porque era saber, después de pasado mucho tiempo, de una amiga con la que perdiste el contacto. Una amiga a la que querías de verdad. Encontrarla en esa situación espantosa de la guerra, donde el «abuelito» desaparece, fue un mazazo. Asistimos al derrumbe de una España herida por los traidores a la democracia. Hacia el final del libro la propia Celia expresa horrorizada, incrédula aún: «—Sí…, todo el mundo es de derechas…». La escena es fantasmal. La protegen y la ayudan a escapar pero nadie la quiere cerca, enemiga ahora en la España fascista. La despedimos en el barco que la llevará al exilio, a encontrarse con el padre al que adora y que está esperándola en el otro lado del mundo.



Elena Fortún terminó el borrador de Celia en la revolución en 1943, pero no le dio tiempo a revisarlo. Los editores tuvieron que corregir lo que pudieron, especialmente la puntuación y unificación de nombres y alusiones a personajes, pero se encontraron con frases tan ininteligibles que decidieron eliminarlas. Era un borrador y como tal hay que leerlo. Mantiene esa frescura de las primeras versiones de una obra. La Celia que aquí describe la autora es una ingenua que acaba aprendiendo, poco a poco, en el entorno hostil de la huida de la guerra. Sigue manteniendo esa pasión por la lectura. Su primer pensamiento cuando tienen que salir de Segovia de madrugada, tras el alzamiento, es sobre los libros que tendrá que dejar. Siempre han sido los que la han protegido, como a nosotras, sus lectoras, de la realidad. Hacia el final de la obra, Celia entabla conversación con el asistente de un militar y se produce el siguiente diálogo:
—Y ¿es verdad que en el frente los soldados reclaman libros? ¿Es verdad que leen?
—Sí, se lee mucho… se lee como no se ha leído nunca… Mucha gente había que en su vida cogió un libro en sus manos y ahora lee con una ansiedad… como para desquitarse del tiempo perdido…
—¿Leen a Galdós?
—Sí… y a Pereda, y a Valera, y a Gómez de la Serna, y a Pérez de Ayala, y a Azorín… Pío Baroja gusta mucho… Y también se leen muchos libros extranjeros traducidos… Todos los libros tienen público… Es posible que la guerra tenga un fin social que nadie hubiera sospechado…
Encarnación Aragoneses eligió su seudónimo, Elena Fortún, de una de las obras de teatro que escribió su esposo, un militar que nunca quiso serlo y al que parece ser que no amó especialmente aunque sí lo respetó y lo admiró. Los dos querían escribir y los dos eran lectores apasionados, y ninguno de ellos entendió esa guerra a la que él tuvo que sumarse sin remedio y sobre la que ella escribió dejando para sus lectores esta Celia en la revolución tan inexplicable y desoladora.

Nos queda, a las lectoras de Celia, una herencia que transmitiremos a siguientes generaciones y que es nuestra pasión por esta niña que parece no pasar de moda. Unas la conocimos porque nos la descubrieron nuestras madres, otras en bibliotecas públicas, algunas, incluso, heredaron los tomos de las aventuras que tenían sus madres cuando ellas eran niñas. Todas quisimos ser Celia, como los niños Tom Sawyer, el Capitán América o Supermán.

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